Los padres sacan su Sony Xperia Z y se disponen a grabar cuatro minutos en horizontal. En el pabellón resuena la música y la gente está muy callada y atenta. Las niñas se esfuerzan en sonreír al jurado, escondiendo su nerviosismo mientras lanzan aros, pelotas y mazas, algunas fuera de la pista, con su consiguiente penalización de las juezas de silla. Las más pequeñas, desvergonzadas, hablan entre sí para mantener la coordinación durante su actuación. Se abrazan con la profesora y con sus compañeras en el banquillo. Cada equipo lleva un original maillot con los colores del colegio. Los padres aplauden diligentemente cada ejecución, por mala que ésta haya sido. Las hermanas pequeñas corretean por la grada sin hacer mucho caso de lo que pasa en el parqué.

Cuando se cansan, la familia se retira a una cafetería próxima a parlotear sobre la semana, las anécdotas más divertidas de la pequeña y los períodos de rehabilitación de la rodilla de la abuela. Tras el jugoso vermú que antecede a un asado en el pueblo llega la entrega de medallas. Los padres vuelven a la carga con sus móviles. Los aplausos resuenan en el estadio, y también los lloros de quienes no recibieron medalla. Los domingos son normativos en cualquier etapa de la vida. La de la celebración del Señor, la del triunfo de la pereza o la de la familia que comparte. No hay hipérboles ni maquillaje en los domingos. Un día que permite al hombre purgarse de la toxicidad acumulativa de la vida urbana acercándose a Dios, a la naturaleza, a la familia o a la desidia, en el que siempre hay reservado un pedacito de belleza que nos aleja del feísmo que nos asola.

La pista es un festival de lazos, moños y color, como una fiesta que anuncia la inminente primavera. Todo parece normal en el polideportivo. Se respira tranquilidad y distensión, como si las pobres chavalillas expiasen los vicios de la frenética y patosa semana laboral de sus adultos. Hay un ambiente extraño, hacía tiempo que no sentía tanta calma. Cientos de sonrientes niñas blancas entrenan con sus sueños, sus familias se sienten orgullosas de la genética que les han legado y por delante quedan horas de asueto que harán olvidar momentáneamente los horrores de nuestro tiempo. La meteorología también sonríe. El sol se cuela en las aceras y la gente se anima con los botellines de cerveza en las terrazas. Los almendros ya han explotado en nuestros campos como enormes bolitas de algodón. Todo está bien. Todo está como siempre debería estar: en un eterno domingo.