Ser científico, experto en geoquímica de fluidos terrestres, y aterrizar en Japón el mismo día del gran terremoto de Kobe es una experiencia que no se olvida fácilmente. El 17 de enero de 1995, a las 05:45 de la mañana, el suelo temblaba bajo los pies de la prefectura japonesa de Hanshin-Awaji alcanzando una magnitud de 7.2 en la escala Richter. Unas horas más tarde, a las 15:00, llegaba a Japón Nemesio Pérez, actual Coordinador científico del Instituto Volcanológico de Canarias INVOLCAN.
Después de disfrutar de un contrato postdoctoral Fullbright en Estados Unidos, su siguiente paso era el Laboratorio de Química de terremotos en la Universidad de Tokio y al parecer llegaba en el momento adecuado. Paradójicamente, a pesar de ser un departamento de primer orden mundial en el tema, el terremoto de Kobe les pilló de sorpresa. puesto que nadie esperaba que ocurriese un seísmo de ese calibre en la zona. Tampoco contaban con estaciones geoquímicas para la detección de señales de alerta temprana en aquella región por lo que el estudio del terremoto apenas contaba con datos significativos.
Tras el elevado número de víctimas y los fríos datos de pérdidas económicas, el terremoto de Kobe esconde también una genial historia de cómo la corazonada de un estudiante de doctorado del Laboratorio de Químicas de Terremotos terminó publicándose en Science.
A finales de la década de los 50, comenzó a hacerse patente que existían ciertas anomalías en la química del agua, como variaciones del contenido de cloruro, gas radón o dióxido de carbono, que podían interpretarse como señales precursoras de terremotos.
Conocedor de aquellos estudios preliminares, este joven alumno de doctorado llamado Urumu Tsunogai, en la actualidad catedrático de la Universidad de Nagoya, tuvo una idea algo excéntrica pero que a la postre resultaría brillante: durante los días posteriores al seísmo se dedicó a buscar y coleccionar botellas de agua mineral por todos los establecimientos de Tokio hasta encontrar muestras de agua de Kobe, embotelladas hasta dos años antes del terremoto.
El cloruro presente en las botellas que podemos comprar en cualquier supermercado, nos explica Nemesio Pérez, es el mismo que existe en el momento del embotellado. Durante ese proceso ni se añade ni se pierde cloruro. Si tienes en cuenta que todas esas botellas indican la fecha de embotellado, en realidad lo que tienes es un magnífico registro que te permite evaluar el cloruro presente en las aguas subterráneas en los años previos al terremoto.
Ya fuese comprándolas directamente o a través de empresas embotelladoras, que siempre conservan muestras de cada uno de los lotes de producción, Tsunogai se las apañó para conseguir una gran cantidad de muestras de aguas de Kobe, algo que le permitía viajar en el tiempo hasta casi dos años atrás, y analizar si estas muestras presentaban variaciones en su contenido de cloruros.
Tras las gestiones de búsqueda de Tsunogai, los investigadores del laboratorio se encontraron ante 72 botellas de agua de la zona, incluyendo 59 embotelladas entre junio de 1993 y enero de 1995.
Los análisis revelaron un incremento significativo del contenido de cloruro en las aguas embotelladas de Kobe tres meses antes del terremoto.
Curiosamente, en el mismo número de Science en el que aparecían los análisis y conclusiones de Tsunogai y el director de su laboratorio Hiroshi Wakita, otro grupo de investigadores japoneses publicaba otro estudio con una nueva señal precursora del mismo terremoto: el gas radón.
El equipo de investigadores de este nuevo trabajo, liderado por el profesor Igarashi de la Universidad de Hiroshima, se encontró de forma casual con el registro de anomalías del gas radón disuelto en las aguas subterráneas de Kobe previo al terremoto. Igarashi estaba realizando medidas en los niveles de actividad del gas radón en las aguas subterráneas de Kobe, pero no buscando señales precursoras sino con el objetivo de evaluar el funcionamiento de nuevos detectores de gas radón y conocer el nivel de radioactividad natural de las aguas subterráneas que se utilizan para la producción de Sake de la región.
De manera fortuita, y con otras técnicas, sus análisis confirmaban lo descubierto por Tsunogai y desvelaban que desde septiembre hasta finales de diciembre de 1994 la actividad del gas radón disuelto en las aguas de Kobe se elevaba hasta alcanzar un porcentaje diez veces mayor que la media en los días previos al terremoto.
Asistir de primera mano a estas investigaciones de señales precursoras de terremotos, tanto de cloruro como de radón, dejó huella en el geoquímico español que a su vuelta a España se topó con la ocasión perfecta para poner en práctica lo aprendido en Japón.
Experimentos en España
A pesar de que el noroeste de España se había considerado históricamente una zona sísmica bastante estable, durante los años 1995 y 1997 se registraron en la provincia de Lugo varios terremotos de magnitud considerable, llegando a alcanzar más de 5 puntos en la escala Richter.
La suerte de mantener algunos contactos con la conocida marca de agua mineral Cabreiroá y la ley vigente que obliga a mantener registros del agua embotellada durante un año, hicieron que el geoquímico Nemesio Pérez tuviese la posibilidad de analizar muestras de agua previas a los seísmos en Galicia.
Las muestras se obtuvieron de aguas minerales subterráneas situadas a 90 kilómetros de distancia de los epicentros de ambos terremotos y los resultados fueron publicados en el Geochemical Journal of Japan, en colaboración con el laboratorio de Hiroshi Wakita y Urumu Tsunogai.
A pesar de no contar con una colección de agua previa a los terremotos de Lugo de 1995 tan amplia como la de Japón, los análisis de las muestras de agua de Galicia mostraban también claramente la correlación entre incremento de cloruro en los días previos y los terremotos de 1995.
De la misma manera, y en relación con el terremoto de 1997 que alcanzó una magnitud de 5.1 en la escala Richter, los investigadores analizaron la otra señal precursora y encontraron un incremento en los niveles de radón en las aguas embotelladas semanas antes del seísmo.
Desde entonces hasta nuestros días han surgido numerosos estudios que confirman esos incrementos de radón y cloruro en las aguas subterráneas en los meses previos a un terremoto.
Pérez indica que hacen falta muchos más estudios y una mayor apuesta por la investigación hasta llegar a conclusiones definitivas. Sin embargo, se muestra optimista y piensa que el día en que logremos pronosticar terremotos llegará en un futuro no muy lejano. Al fin y al cabo, los seísmos son procesos naturales que no surgen espontáneamente; tan solo necesitamos avanzar más en la detección de sus fenómenos precursores y aprender a interpretarlos adecuadamente.