Hay quien lo llama el Mengele japonés, pero es posible que incluso esta comparación con el "ángel de la muerte" nazi se queda corta. Aunque sus aliados alemanes realizaron crueles experimentos científicos, los nipones no se quedaron atrás y el horror en su bando tiene un nombre: Shirō Ishii.
Desde joven apuntaba maneras. Tras estudiar en la Universidad Imperial de Kyoto viajó a Europa para interesarse por los efectos de las armas químicas empleadas en la Primera Guerra Mundial. Con esos conocimientos y ya en el Ejército Imperial Japonés, en 1932 lo pusieron al mando de un laboratorio de "Prevención Epidémica", nombre eufemístico para un proyecto secreto de investigación y desarrollo de armas biológicas que más tarde daría paso al llamado Escuadrón 731.
Todo se desarrolló en Harbin, en el estado de Manchuria, la China ocupada por Japón, así que sus víctimas fueron prisioneros de guerra chinos junto con población civil arrestada a propósito para llevar a cabo los experimentos. Incluyeron a hombres, mujeres, embarazadas, niños, bebés y ancianos.
De cara a sus ensayos biológicos, Ishii inyectó en los involuntarios pacientes todo tipo de virus y bacterias para provocarles peste bubónica, cólera, fiebre tifoidea, tuberculosis, sífilis, gonorrea, disentería, viruela… A las víctimas les decían que las inyecciones eran vacunas.
Cuánto puede resistir el cuerpo
Pero eso fue lo más suave. Puestos a experimentar con cuerpos, la microbiología se les quedó corta. Querían explorar los límites de la resistencia humana: amputaron brazos y piernas sin anestesia, congelaron y descongelaron miembros, sometieron a los sujetos a dosis letales de rayos X, los quemaron con lanzallamas, fueron expuestos a gases, los deshidrataron hasta la muerte y les inyectaron sangre de animales entre otras indescriptibles torturas.
Entre los experimentos más inverosímiles del Escuadrón 731 está la recolocación de partes del cuerpo en lugares distintos a los que les corresponden. Por ejemplo, en un caso extirparon un estómago y unieron directamente el esófago al intestino.
Para que los cirujanos japoneses se adiestraran en la extracción de balas, disparaban directamente a los prisioneros. Para ver el efecto de la metralla los ataban a postes fijos y hacían estallar granadas a diferentes distancias.
Crímenes de la guerra biológica
No obstante, Ishii no se conformó con estos ensayos controlados. A partir de 1942 llevó la guerra biológica a las ciudades chinas. Aviones que volaban bajo lanzaron pulgas infectadas con la bacteria que causa la peste. Además, contaminaron aguas y cultivos y ofrecieron comida envenenada a civiles que vivían en la pobreza.
Sheldon Harris, historiador de la Universidad del Estado de California, ha calculado que las víctimas de Ishii pudieron rondar las 200.000. ¿Pero cómo estimar las muertes totales que causaron las epidemias que provocó? Algunas fuentes elevan la cifra hasta las 580.000. Los afectados por torturas en el Escuadrón 731 pudieron llegar a 12.000.
Tras la rendición de 1945, las autoridades japonesas, que habían alabado y premiado el trabajo del médico, destruyeron el campo de exterminio y procuraron borrar las huellas de las atrocidades cometidas. Pero como si fuera una venganza final, antes de irse sus responsables ejecutaron a los últimos prisioneros y soltaron ratas y pulgas infectadas, de manera que en los siguientes años miles de personas murieron en la zona por peste y otras enfermedades.
Fingió su propia muerte
Ishii pensó que sería juzgado por los americanos por crímenes de guerra, así que antes de dejarse atrapar fingió su propia muerte y huyó, pero finalmente fue encontrado en 1946. Finalizada la II Guerra Mundial, los Estados Unidos ya estaban más preocupados por la incipiente Guerra Fría que por hacer justicia, así que ofrecieron inmunidad al criminal y a su equipo de investigación a cambio de que desvelase los detalles de sus experimentos.
De esta manera ni Ishii, que murió en 1960 a la edad de 67 años por un cáncer de garganta, ni sus secuaces pagaron nunca por las atrocidades cometidas. En los juicios de Tokio se alegó que no había pruebas y la opinión pública mundial no supo nada hasta que en la década de 1980 apareció esta historia en los medios de comunicación.
En 2001 un documental japonés con entrevistas a veteranos de guerra volvió a poner sobre la mesa el controvertido asunto del Escuadrón 731 que las autoridades niponas nunca han reconocido oficialmente.
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