Uno de los inventos más famosos en la historia del estudio de la conducta y el comportamiento es la llamada caja de Skinner. El famoso psicólogo estadounidense que le da nombre introducía en ella ratones y palomas que al presionar una palanca obtenían comida. De esta manera estudiaba sus procesos de aprendizaje.
Tanto Skinner como sus seguidores fueron complicando los experimentos llegando a interesantes conclusiones sobre la forma en que los animales desaprendían y las falsas asociaciones que establecían.
Hace 65 años, los investigadores de la Universidad de McGill de Montreal (Canadá) Peter Milner y James Olds se basaron en esta idea para diseñar un experimento neurocientífico parecido pero mucho más interesante. Implantaron electrodos en el cerebro de una rata y la introdujeron en una caja. Habían nombrado las esquinas con las letras A, B, C y D y cada vez que el animal pasaba por la esquina A le aplicaban una pequeña descarga eléctrica por medio de unos cables unidos a los electrodos.
En teoría los científicos estaban interesados en estudiar el papel del encéfalo y habían tratado de ubicar los electrodos en una zona que, según pensaban, podría estar relacionada con el sueño y la vigilia. Sin embargo, habían cometido un error de precisión y en realidad lo que estaban haciendo era estimular una región denominada septum pellucidum, cuyas funciones son muy diversas.
Nada más comenzar el experimento, la rata aprendió rápidamente lo que ocurría y comenzó a acudir repetidamente al rincón A hasta que se quedó dormida. Al día siguiente seguía teniendo predilección por esa esquina, pero Milner y Olds optaron por cambiar y empezaron a aplicar las descargas sólo si el roedor se iba a la esquina B. El animal apenas tardó unos minutos en entender el nuevo mecanismo y en mostrar su preferencia por ese nuevo rincón.
Los investigadores no sabían muy bien qué era lo que habían encontrado: pensaban que podría tratarse de alguna zona cerebral relacionada con la curiosidad. Y decidieron darles el poder a las ratas. Al igual que en el experimento de Skinner, colocaron una palanca dentro de la caja, de manera que el roedor allí encerrado podría accionarla a su gusto para obtener el estímulo eléctrico en su cerebro.
Dos descargas por segundo
Ahí fue cuando la cosa se desmadró. Las ratas llegaron a pulsar hasta 7.000 veces por hora, casi dos veces por segundo. "Lo que estimulaban no era un ‘centro de la curiosidad’, sino un centro de la recompensa, un circuito del placer cuya activación era mucho más potente que cualquier estímulo natural", explica David Linden en el libro La brújula del placer.
El resultado fue que las ratas no comían aunque tuvieran hambre y no bebían aunque tuvieran sed. Las hembras abandonaban a sus crías para dedicarse a pulsar la palanca. Los machos pasaban de las hembras en celo y eran capaces de cruzar una valla electrificada que les aplicaba otro tipo de descargas, en este caso dolorosas, con tal de llegar hasta aquella fuente de gozo. Todas morían de inanición si permanecían demasiado tiempo en la caja, porque aquella actividad les impedía realizar cualquier otra tarea básica.
Hoy sabemos que el circuito del placer se activa por motivos como el sexo, la comida, las drogas, la música, el deporte e incluso la ayuda a los demás o recibir su aprobación.
Sin embargo, la idea de que la conducta podía estar tan determinada por el placer no era fácil de aceptar en la década de los 50 y tampoco que los mecanismos que podían explicarlo se localizaran en zonas específicas del cerebro. Así que los investigadores canadienses y sus ratas abrieron nuevos caminos a la ciencia aunque fuera por error.
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