Imaginemos que estamos dentro de una película en blanco y negro y que así es el único mundo que conocemos. Así es la vida de muchos de los habitantes de Pingelap, una isla del océano Pacífico que pertenece a los Estados Federados de Micronesia y que se ha convertido en un caso de estudio extraordinario para los expertos en genética.
El neurólogo Oliver Sacks contó esta historia en un libro publicado hace más de 20 años, La isla de los ciegos al color. Apasionado por las peculiaridades insulares, el escritor británico viajó al Pacífico y recopiló testimonios de gente que, paradójicamente, no podía disfrutar de los colores turquesa de las aguas que rodeaban aquel paraíso en el que vivían.
La acromatopsia o monocromatismo, como se llama a esta enfermedad, está producida por una alteración en las células fotorreceptoras de la retina, las que transforman la luz en información que nuestro cerebro es capaz de procesar. En concreto, las que nos permiten distinguir los colores se llaman conos. En este caso, al presentar anomalías, la persona sólo es capaz de ver blancos, negros y muchas tonalidades de grises.
Sufrir acromatopsia es bastante raro. Sólo hay un caso entre más de 30.000 personas, según estudios realizados en Estados Unidos. Es decir, que afecta al 0,003% de la población. Sin embargo, en el atolón de Pingelap más del 10% de sus habitantes ven en blanco y negro, y se calcula que un 30% son portadores de la anomalía genética que lo provoca.
El origen hay que buscarla en los libros de historia. A finales del siglo XVIII, cuando ningún europeo había puesto aún un pie en la isla, un tifón –acompañado por un tsunami, según algunas fuentes– arrasó la zona y casi acaba por completo con todos sus pobladores. Casualmente, sobrevivió el jefe de la tribu, Nahnmwarki Mwanenised, que tuvo una gran descendencia. Pero, sin saberlo, era portador de un defecto en el cromosoma 8 asociado a la acromatopsia.
Los datos históricos, quizá aderezados con algo de leyenda, unidos a la endogamia y al aislamiento secular que supone encontrarse en mitad del océano, explican cómo la anomalía genética ha pervivido en el tiempo.
Escasa variabilidad genética
De hecho, en biología hay un nombre para esto: el efecto cuello de botella, según el cual cuando una población sufre un descenso drástico en el número de individuos, las generaciones posteriores presentan una escasa variabilidad genética.
Esta curiosidad científica ha llamado la atención de los genetistas, pero también del mundo del arte e incluso ha llevado a algunas reflexiones sobre cómo percibimos el mundo. En 2015 la fotógrafa Sanne De Wilde visitó Pingelap y descubrió que en realidad no todos los afectados por acromatopsia ven igual.
Parece ser que algunos de ellos son capaces de percibir ligeras variaciones de colores como el rojo o el azul, así que experimentó con ellos –les proponía pintar con acuarelas utilizando colores que en teoría no distinguían bien– y acabó por plasmar en imágenes la isla a través de lentes para distorsionar los colores.
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