El 30 de junio, el director del Instituto Nacional de Alergia y Enfermedades Infecciosas (NIAID) de EEUU Anthony Fauci comparecía ante el Senado para informar de la progresión de la pandemia en Estados Unidos.
Hasta entonces, el virus se había mostrado letal pero selectivo: su paso se había limitado prácticamente a la costa este del país y sobre todo al llamado "tri-state", es decir, Nueva York, Connecticut y Nueva Jersey.
Las tasas de mortalidad de estos tres estados fueron devastadoras. Solo en la ciudad de Nueva York murieron más de 20.000 personas con síntomas de Covid-19 entre mediados de marzo y finales de abril, la mayoría de ellas en los barrios de Queens y el Bronx. Hablamos de una población de 8,4 millones de personas, es decir, uno de cada 420 neoyorquinos fallecieron en poco más de un mes por una sola enfermedad.
Sin embargo, el resto del país superó esa primera ola con cierta tranquilidad. Los primeros brotes en el estado de Washington se solucionaron rápidamente. Algo parecido pasó en California, especialmente alrededor de la ciudad de Los Ángeles. Massachussets y Pennsylvania lo pasaron mal, pero salieron adelante.
El hecho de que el virus se centrara tanto en una parte del país hizo que el resto mirara la pandemia con escepticismo, con sensación de "no puede ser para tanto" y con una clara división política: los votantes demócratas tenían al coronavirus como uno de los principales problemas del país y los republicanos lo veían como un intento de desestabilización tanto extranjera como local de cara a las elecciones de noviembre.
Ahí es, por tanto, donde hay que colocar la comparecencia de Anthony Fauci, el hombre que tomó las riendas de la comunicación sanitaria en marzo, después de los primeros coqueteos con la estrategia de"inmunidad de rebaño" para"salvar la economía".
Fauci lo tenía todo para caer mal a ambos lados (aparecía siempre al lado de Trump… pero a la vez casi nunca le daba la razón en nada) y su comparecencia en el Senado así lo demostró.
Frente a la insistencia de la administración central y de buena parte de los gobernadores estatales, Fauci afirmaba repetidamente que la situación era peligrosa, que no se veía mejoría por mucho que Nueva York ya no estuviera en el centro de la diana y que, de seguir así,pronto se llegaría "a los 100.000 casos diarios".
Hablamos del 30 de junio. Por entonces, el virus se estaba cebando especialmente con los estados de Florida, Texas, Arizona y California. En resumidas cuentas, había dejado la costa este momentáneamente en paz y se había desplazado al sur del país.
Con todo, las palabras de Fauci se vieron como una señal de"alarmismo". Cien mil casos al día parecía algo de ciencia ficción incluso en un país de más de 300 millones de habitantes.
Además, el número de muertes no escandalizaba a nadie. El día anterior, 29 de junio, habían muerto en todo el país 359 personas, una tercera parte de lo que morían solo en Nueva York dos meses antes. Sí, de acuerdo, había brotes pero estaban controlados.
Donald Trump repetía todo el rato: "Es que hacemos más tests que nadie" y las autoridades locales insistían en que casi todos los detectados eran asintomáticos y jóvenes. ¿Por qué preocuparse?
Ahora bien, Fauci tenía razón. O en parte. No se llegó en la ola de verano a los 100.000 casos, pero sí se superaron los 80.000. Si el 29 de junio morían menos de 400 personas, el 30 de julio eran casi 2.000.
De repente, todo el mundo empezó a hablar de una segunda ola obviando una realidad estadística: la primera ola no se había extinguido aún, simplemente se había desplazado por el país.
Estados Unidos alcanzó su pico de casos el 20 de julio, cuando la incidencia acumulada en 7 días superó los 200 casos por 100.000 habitantes. A partir de ahí se empezó a ver un lento pero firme descenso. Las playas volvieron a abrir, los restaurantes montaron sus terrazas. La"normalidad" volvió a imponerse y había unas elecciones en las que centrarse. La incidencia llegó a su punto más bajo el 12 de septiembre, con 103,72 casos. La mitad que dos meses antes, pero una base aún muy alta y arriesgada como para mantenerse ahí.
Y en mitad de la campaña electoral, llegó el desastre: el 1 de octubre, la incidencia semanal seguía en 125,68 (el límite de control, recordemos, es 50); el 1 de noviembre, se había disparado a 247,90. Los estadounidenses votaron el martes 3 con 89.430 casos diarios de media semanal. Dos semanas más tarde, dicha media subía a 161.015. El 25 de noviembre alcanzó -de momento- su pico, con 179.923.
Es cierto que con Estados Unidos siempre hay que tener la precaución de colocar las cifras en perspectiva porque hablamos de un país enorme, un continente, casi. Ahora bien, la incidencia por 100.000 habitantes llegó ese día a los 531,14 casos en 7 días, lo que supone unos 1.100-1.200 en 14 días.
Afortunadamente, en los últimos días, esa incidencia ha bajado y apenas supera ahora mismo los 490. Sigue siendo una barbaridad, en cualquier caso. Seguimos teniendo a California y a Texas entre las más afectadas pero ahora se unen estados del medio-oeste como Illinois -en especial, Chicago-, Ohio y Michigan.
Incluso Nueva York superó la semana pasada los 8.000 casos en un solo día. Hablamos de un estado de 20 millones de habitantes. El problema, ahora, son las muertes, que sabemos que van con retraso. De momento, el pico de media semanal está en 1.712, también del 25 de noviembre, pero desgraciadamente es raro que se mantenga ahí porque aún no había comenzado por entonces la caída en casos detectados.
Unos 180.000 casos detectados al día implican muy probablemente en torno a 3.000 fallecidos a las dos-tres semanas. No es una necesidad lógica sino simplemente un juego de probabilidades; es, en definitiva, lo que estamos viendo en casi todos lados.
Nadie sabe muy bien cuál va a ser el papel de Fauci en la nueva administración Biden. Entendemos que ocupará un puesto de importancia. Ahora mismo, parece un hombre bramando en el vacío:"Dejad que la gente se haga los tests en casa","cerrad todos los bares y restaurantes","tomaos esto en serio".
El único sitio que a Fauci le parece seguro es la escuela."Hay que reabrir los colegios cuanto antes", dice respecto a Nueva York, donde el estado de parálisis es absoluto casi desde primavera. Su predicción de 100.000 casos diarios se ha materializado tarde y durante 27 días consecutivos. El país, mientras, se ha acostumbrado al equivalente a un 11-S cada dos días. Todos nos acostumbramos a la tragedia, supongo, si la tragedia dura suficiente tiempo.
Algunos condados de California han vuelto a recomendar el confinamiento domiciliario. Nadie sabe muy bien si esto es la continuación de una primera ola que no ha llegado a acabar nunca, el último coletazo de la segunda o si es una tercera. Los gráficos, en general, no ayudan. Estados Unidos empezó a ir mal en marzo y sigue mal entrando diciembre. Un continuo tsunami que no cesa.
En medio, 275.000 fallecidos, unos 30.000 al mes, unos 1.000 al día. Todos los días. Sin más perspectiva de futuro que una vacunación masiva que muchos ven con recelo y a la que otros, directamente, se niegan. Buena parte del país ve al estado como su enemigo y es ahora el estado el que tiene que decidir sobre su vida o su muerte. Lo que está claro es que no será fácil.