“¡Lloren, chicos, lloren! A los pirulines, a los ricos pirulines… ¡Lloren, chicos, lloren!”. Para cualquier persona criada en Argentina es imposible olvidar este genial grito comercial con el que los vendedores ambulantes intentaban hacernos cómplices a los niños y utilizar nuestro llanto pedigüeño, para que los padres se rindieran y nos compraran una piruleta o un barquillo.
Muy lejos en tiempo y en espacio, en la España de 2016, el llanto sigue siendo un reclamo central en la promoción comercial de ciertos productos. Así, la promoción de la película Un monstruo viene a verme, el supuesto bombazo del mes para las taquillas españolas, vende abiertamente el llanto irreprimible que la película supuestamente provoca. A tal punto, que una cadena de cines subrayaba en su publicidad de la película la disponibilidad de Kleenex en las salas para secarse las lágrimas. Una película promocionada como un dispositivo que provoca llanto. Más allá de tema, forma o contenido: “Lágrimas aseguradas”. Como si el llanto fuera alguna clase de garantía de calidad o de fin en sí mismo para un producto cultural.
Llanto cultural
¿Por qué tiene el llanto esta utilidad para promocionar una obra de arte? ¿Qué es lo que lo hace funcionar como “garantía de calidad” para una película? ¿Esta capacidad lacrimógena es una mera virtud comercial de una película o se le puede encontrar un sentido más profundo, quizás un sentido político?
La virtud de provocar llanto sería algo parecido a un fármaco, y el arte, más en general, un dispositivo sanador a nivel individual, psicológico
Una primera respuesta la encontramos en las declaraciones de Juan José Bayona, el director de la película que asegura lágrimas. Si bien Bayona no quiere subrayar el llanto como virtud central de su película, declara que “no hay que tener miedo a llorar en el cine, porque llorar es algo terapéutico”. Desde este punto de vista, la virtud de provocar llanto sería algo parecido a un fármaco, y el arte, más en general, un dispositivo sanador a nivel individual, psicológico. Una “terapia” más de las muchas que el individuo puede consumir en nuestra época. En 1966, el sociólogo y crítico cultural Philip Rieff advertía en su obra El triunfo de la terapéutica, que en nuestra época todo, incluida la religión y el arte se estaban convirtiendo en dispositivos terapéuticos.
La sospecha surge de inmediato: la utilización de las emociones en el arte puede ser también un dispositivo de manipulación de las masas. Exacerbar emociones como el llanto, sirvió también en el siglo XX, no ya como posible terapia para los males psicológicos individuales, sino como alimento para la opresión totalitaria. Así, a principios de los años treinta, en Alemania, películas que también “giraban alrededor del tema de la muerte” y de la heroicidad, como La flecha Quex o Morgenrot, (a cuyo estreno acudió Hitler en persona al día siguiente de ser nombrado canciller), sirvieron para alinear (entre cataratas de lágrimas de emoción) al pueblo alemán detrás del partido Nazi.
Arte golpebajero
Pero quizás sea posible, más allá de las miserias de la cultura del yo y lo terapéutico comercial, y más allá también de la manipulación totalitaria, rescatar un sentido político positivo para el arte golpebajero y lacrimógeno, una función histórica elevada e insustituible. En el centro de una de las últimas propuestas morales más o menos originales del pensamiento occidental, la del filósofo Richard Rorty, se erige un particular concepto de “solidaridad” que, de algún modo reclama la existencia de ciertas películas que nos hagan llorar.
Según sostiene Rorty en su libro clásico de 1989 Contingencia, ironía y solidaridad, si hay un avance moral de la humanidad a lo largo de la historia, este avance se encarna en la progresiva eliminación de la crueldad de la esfera de las acciones humanas. La expulsión de la crueldad depende del avance de lo que Rorty llama “solidaridad humana”.
Si hay un avance moral de la humanidad a lo largo de la historia, este avance se encarna en la progresiva eliminación de la crueldad de la esfera de las acciones humanas
Y esta avanza cuando logramos ensanchar el campo del “nosotros” en el que nos sentimos incluidos. Siempre que nos permitimos comportarnos cruelmente con alguien es porque lo consideramos parte de algún “ellos”. Pero la mera conciencia racional de que todos tenemos la misma esencia y nadie merece un trato cruel (conciencia ya propugnada por el cristianismo, el universalismo ético kantiano o la doctrina de las derechos humanos), no alcanza para extender ese “nosotros” que nos impide comportarnos cruelmente.
Creo que es difícil pensar en descripciones detalladas de dolor y humillación más potentes que las películas lacrimógenas que tanto nos gustan. ¿No será a través de algunas de esas películas golpebajeras que nos muestran el sufrimiento de algún “ellos” que ensanchamos efectivamente el horizonte de un “nosotros” más solidario? Quizás no debería extrañarnos entonces oírnos responder dócilmente al grito publicitario que dice: “¡Lloren, señores, lloren llegó la solidaridad humana en forma de descripción audiovisual del sufrimiento ajeno como propio!”. Tenga o no razón el posmoderno Rorty, esas lágrimas de cine nos hacen dormir más tranquilos.