Francia, 1680, los pintores académicos empiezan una batalla estética que durará al menos 200 años. Los partidarios de Nicolas Poussin y defensores de la razón, de la composición y del dibujo, contra los partidarios de Pedro Pablo Rubens y apasionados por la emoción, la expresión y el color. Este tipo de ardientes y excitantes polémicas entre académicos ya ocurrían hace más de tres siglos: color frente a dibujo, expresión frente a composición, emoción frente a razón. La madre de todas las guerras.
El conflicto mantuvo las brasas y un siglo y medio más tarde Eugène Delacroix (1798-1863) e Ingres (1755-1814) llevaron la pelea a lo personal. No faltaron los insultos. Delacroix calificaba al montalbanés de “cerebro defectuoso”, carente de “la menor lógica y sin pizca de imaginación”. Ingres tampoco se quedó atrás y apodó a su enemigo “el apóstol de lo feo”. Al pasar éste por la sala, gritaba: “¡Abrid todas las ventanas! Aquí huele a azufre”. Cada uno proponía su manera de dar un golpe de Estado pictórico, sin opción a la reconciliación.
Delacroix dijo que la característica principal de Ingres, su vicio radical, es la ausencia de corazón, de alma, de razón. Ese defecto, decía, sólo le llevaba a producir obras chinas
“Se despreciaban mutuamente como artistas y se detestaban como hombres”, cuenta el especilista Vincent Pomarède, comisario de la primera exposición monográfica en España del pintor Jean-Auguste Ingres, que el Museo Nacional del Prado inaugura el lunes (hasta el 27 de marzo) en colaboración con el Museo del Louvre y el Museo Ingres de Montauban.
Ingres no soportaba ser “comparado, igualado, cosa absurda e irritante, con un tal Delacroix”. El otro se las devolvía afinando ingenio: la característica principal de Ingres, su vicio radical, es “esa ausencia de corazón, de alma, de razón”. Ese defecto, decía, sólo le llevaba “a producir obras chinas”.
Siempre fue un clásico por la nitidez y la rigidez de su dibujo, pero logró construir una obra que no evitó la extravagancia, ni los excesos, ni las propuestas iconoclastas, sobre todo en sus retratos. Cuando lo consigue es una máquina de generar iconos. Al Prado han llegado la mayoría de los que suelen pasar del museo a la nevera: el relamido y enorme Napoleón I en su trono imperial, Condesa de Haussonville, el vanguardista Virgilio lee la Eneida ante Augusto, La gran odalisca, El baño turco o el inquietante Retrato de Louis-François Bertin.
Sin etiquetas
El carácter misántropo de Ingres y el desprecio por sus colegas tampoco ayudaba. Fue un ser estéticamente aislado, menos elegante, menos indulgente y menos abierto de espíritu que la mayoría de sus coetáneos. Tan rígido como el dibujo que enmarca sus visiones. Ahí, en su aislamiento y excepcionalidad, residía su habilidad para escapar de las etiquetas de la Historia del Arte, tal y como propone esta exposición.
Ni romántico ni neoclásico: es “un romántico del clasicismo, que opone la dignidad de la vida a la dignidad de lo antiguo, dotando a la pintura de una indomable sinceridad en el dibujo, y el dibujo le basta para expresarse por completo”, escribió el historiador Henri Focillon en 1927, tesis que se recupera ahora en El Prado.
Reconozcamos en él un mundo clásico marciano, en el que los cuerpos y las figuras se adaptan a sus necesidades. Un mundo en el que aparecen seres tan irreales como lo fue La Gioconda de Leonardo (otra de sus brújulas). Miremos El baño turco, uno de los mayores laboratorios de feminidad de la historia de la pintura, con gestos duplicados según ritmo musical, de cuerpos truncados y manipulados. Eso fue lo que hizo de él un supremo hacedor de monstruos, como le llamó Redon, basados en su idealismo radical y fidelidad a la tradición. Picasso admiró sus cuerpos hasta convertirlo en una influencia subterránea durante toda su trayectoria.
Como todo investigador que se precie, los de Ingres también esgrimen la misma razón genial sobre su protagonista: “Escapó a cualquier clasificación”. Sin embargo, su formación es claramente neoclásica, gracias a lo que le enseñaron en el ambiente intelectual privilegiado de la Académie des Beaux-Arts de Toulouse, sin olvidar que su talento despuntó con lo asumido en el taller de David. De hecho, la mayoría de las historias del arte lo etiquetan así, pintor neoclásico en el corazón del siglo XIX. Un curioso anacronismo vanguardista.
Revolucionario de sofá
“Creo haber abierto una vía personal añadiendo al amor que David sentía por lo antiguo, el gusto por la naturaleza viva, el estudio de la gran tradición de las escuelas de Italia y, sobre todo, de las obras de Rafael”. Admiraba profundamente a David, a quien calificaba de “verdadero restaurador del arte francés”. Tomó como únicas referencias absolutas la Antigüedad, Rafael y la naturaleza, de las que disfrutó en Italia durante su estancia 18 años, entre 1806 y 1824. Desde allí escribe que “el arte necesita urgentemente una reforma” y que sería "ese revolucionario” que la ejecutara.
La mujer tumbada desnuda en blanco y negro, es el manifiesto final de su obra: fulmina el color y hace del dibujo el principio y el final
Dividida en once capítulos, la exposición es una buena muestra de la independencia estética que le definió como “un gran clásico aclamado durante mucho tiempo por los románticos”. La abundancia de retratos refleja cómo su originalidad creativa llegaba con cuentagotas. Su afición a las repeticiones era la consecuencia de una inagotable obsesión por el perfeccionismo... y de sus "limitaciones" creativas.
“Ingres era un artista poco favorecido por la que Baudelaire calificaba, a propósito de Delacroix, de reina de las facultades; es decir, la imaginación”, como señala el experto Louis-Antoine Prat. “Siempre le costó mucho, al contrario que a este, imaginar un tema nuevo, y de ahí viene esa tendencia suya a volver sin cesar sobre obras anteriores”.
Su afición por las repeticiones saciaba su necesidad perfeccionista, sobre todo en los dibujos, de los que se conservan más de 700. Los retratados aguardaban años la conclusión de sus encargos. Fue con la versión grisalla de la Odalisca, de la que no se quiso separar hasta su muerte, el cuadro con el que culminó su enfermiza obstinación. Estuvo 10 años pintándola y la dejó sin finalizar. Esta espectacular versión es uno de los hitos del recorrido cronológico que plantea el Museo del Prado, con apoyo de la Fundación Axa. La mujer tumbada desnuda en blanco y negro es el manifiesto final de su obra: fulmina el color y hace del dibujo el principio y el final. Una presencia inacabada y despojada de sus accesorios, bañada por una luz sin origen natural. Creó el golpe mortal contra los deseos de Delacroix.