Los protagonistas eran Apolo y Hércules hasta que llegó Luis XIV. Peinado a la francesa, melena rizada al viento y enfundado en una coraza chapada a la antigua. Viste la capa real, es un titán sin disfraces mitológicos, un héroe pop que ordena y conduce al ejército francés desde el carro Júpiter. Manda sobre dioses, vence a las potencias europeas aliadas contra él en la guerra con Holanda (1672-1678), sin disfraces mitológicos.
Los papeles permanecieron durante tres siglos al margen de la exhibición, en secreto y a la espera de ser restaurados
En la bóveda de la Galería de los Espejos (1678-1684) de Versalles no había espacio para los dioses, sólo para los reyes, como ocurre en la Sala Regia del Quirinal en Roma y en la escalera del monasterio de las Descalzas Reales en Madrid. Tampoco tienen hueco los fracasos, ni los errores, no importa que Luis XIV vaciara las arcas del reino para la guerra y pusiera en peligro al país. El arte al servicio de la política lo olvida todo, todo lo limpia. Cúpulas como currículos relucientes, paredes como cartelones de propaganda para impresionar a la corte y a los embajadores.
Luis XIV sólo cede espacio en el techo a Francia, que derrota a los turcos en Hungría y obtiene el reconocimiento de su preeminencia por España. Todo parece poco para el rey que decidió gobernar sin primer ministro, una epopeya soberana. Un soberano empeño por empuñar el timón del Estado para obtener la gloria que Minerva -diosa de la sabiduría- le ha prometido.
A pesar de que el encargo especificaba que no se hiciera “nada que no fuera conforme a la verdad, ni demasiado oneroso para las potencias extranjeras a las que pudiera afectar”, parece -a la vista del resultado- que esa reserva fue de boquilla. “El rey se codea con sus lugartenientes al igual que los dioses mitológicos o las alegorías”, escribe sobre la borrachera publicitaria áulica el especialista Bénédicte Gady, en el catálogo de la exposición Dibujar Versalles, que la Obra Social “la Caixa” dedica al pintor Charles Le Brun (1619-1690), en el CaixaForum.
Fama real (artificial)
La gloria, la dignidad, la ejemplaridad, la virtud de las decoraciones pintadas en Versalles durante los años 1670 y 1680 son un apogeo de las grandes decoraciones palaciegas europeas. Y Le Brun la mano derecha de Luis XIV, que le primó durante casi tres décadas con una cuantiosa pensión real de 12.000 libras anuales. Fue el primer pintor del rey, guarda general del Gabinete de los Cuadros del rey y director de las Manufacturas reales de los Gobelinos. Con la pensión en mano, el rey requisó a la muerte de Le Brun todas las obras que se encontraban en sus domicilios. Entre ellos, los 350 “cartones”, que el artista utilizó para ilustrar las bondades de su gobierno en la Escalera de los Embajadores (hoy desaparecida).
Le Brun y ayudantes calcaban las imágenes del papel, las trasladaban a las paredes. No pintaban directamente en ellas, jugaban sobre seguro
“El lenguaje pictórico del siglo XVII en Europa presenta algunas características comunes. La principal es el imperio de la alegoría en el sentido más amplio del término”, cuenta Gady. Una mujer sosteniendo dos trompetas encarna la fama. Con una trompeta y una rama de olivo, la buena fama. La alegoría es la forma humana que representa los atributos que se asocian con el personaje homenajeado. En este caso, Luis XIV, rodeado por todo tipo de alegorías que lo vuelven un prototipo de virtudes.
Los pintores franceses del Grand Siècle admiran las Stanze de Rafael en el Vaticano y la Galería de los Carraci en el Palacio Farnesio, pero prefirieron pintar sobre seco que al fresco (como a los españoles e italianos). Para hacerlo calcaban las imágenes del papel al trasladarlas a las paredes. No pintaban directamente en ellas, jugaban sobre seguro. La misma técnica que utilizaron tantos, como Leonardo, Rafael o Goya, y que Le Brun utilizó con lápiz negro y tiza blanca. Los papeles permanecieron durante tres siglos al margen de la exhibición, en secreto y a la espera de ser restaurados. Han vuelto a la vida gracias al acuerdo entre el Louvre y Obra Social “la Caixa”, que durante dos años han puesto al día 75 de estos “cartones”.
Los pintores los utilizaban bien mediante la incisión, bien el picado. Con la primera forma, después de dibujar el cartón, lo colocan contra la pared y repasan en el reverso los contornos con una punta de metal, marfil o madera, a veces incluso con el mango del pincel. El carbón del lápiz queda en la superficie del muro. Así crean la primera guía para la realización de la pintura. Las incisiones perforan los contornos y a través de los agujeros se hace pasar polvo de carbón. El dibujo en la pared es una sucesión de puntos minúsculos.
Supervivientes de tres siglos
Tres siglos más tarde, el arte pasa a la posteridad y el mensaje real se cuela en anécdota y asoma las virtudes técnicas de Le Brun. Los cartones son herramientas, no obras de arte, que con el tiempo se convierten en una clase magistral de la esencia de la pintura, lo que no vemos, lo que sostiene la armonía de los elementos en las composiciones. Descubrir el dibujo es ver el alma de la obra.
“Por diversas razones, la existencia de semejante fondo de cartones es un milagro”, asegura Gady. Gracias a la confiscación de las obras del artista y de sus ayudantes directos, cerca de 3.000 dibujos evitaron la desaparición. Se conservaban enrollados en once paquetes, que contenían alrededor de 350 piezas cada uno, deteriorados por la humedad. “No han perdido ni un ápice de su poder de fascinación”.
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