Un treinteenager es, por definición, una de esas personas que tienen entre 30 y 39 años, pero de las que nadie lo diría. En su segunda acepción, es el individuo que disfruta de la vida sin seguir los esquemas prefijados para la edad que pone en su DNI. Lo delimitan así el guionista Carlos G. Miranda y el ilustrador Juan Díaz-Faes en Treinteenagers (Lunwerg): un libro que es un guiño, un aplauso y también, por qué no, una palmadita en la espalda a los "adultos adolescentes" que, o bien se han negado a hacerse mayores; o bien son el producto tardío de una época decadente que los ha aniñado.
Ya no son, como sus padres, esclavos morales de la Transición. Su conciencia política no se fraguó en la era de las pesetas ni viven constantemente preocupados por el futuro. A ellos les ha tocado capear una crisis que les ha moldeado la vida, el trabajo, el reloj biológico y hasta la sentimentalidad. Los treinteenagers llevan a sus espaldas muchos años de estudios y unos poquitos de experiencia laboral; saben lo que es vivir de alquiler, casarse por lo civil -¡o no casarse, y quererse igual!- y subsistir con trabajos discontinuos -con altas posibilidades de precariedad-. Los hijos ya no asoman al acercarse la frontera de los treinta, sino de los cuarenta.
El tribal de los 90
Ha quedado enterrada la fase experimental de crestas, tupés y camisas con estampados: ya sabes lo que te queda bien y vas a lo seguro. Eso sí, aún tiras de mochila -los maletines están prohibidos hasta los cuarenta-, vistes ropa que podría llevar tu primo skater y escondes el tatuaje tribal de aquel momento de subidón de los 90. Se fueron todos esos amigos que sólo eran compadres de juergas: a los treinta entiendes lo que vale tu tiempo. Tampoco le echas horas a un libro que no te acaba de convencer ni a una cita tediosa. Porque, eso sí: todavía tienes primeras citas. Y aún vas al cine en la sesión de última hora entre semana. Al principio, quieres impresionar y cuentas que te encantan los relatos de Borges, el cine de Kiarostami o las letras de Nick Drake. Después de un año -si la cosa funciona- confiesas que te entusiasma Enrique Iglesias o haces una fiesta con tu pareja porque hayan colgado en Filmin la última parte de Los juegos del hambre.
Se fueron todos esos amigos que sólo eran compadres de juergas: a los treinta entiendes lo que vale tu tiempo. Tampoco le echas horas a un libro que no te acaba de convencer ni a una cita tediosa
Tu nevera es un desastre: hay pizzas, cervezas y algún yogur caducado. Un buen treinteenager -versión gafapasta- ya debería saberse de memoria la filmografía completa de Kubrick y ha tenido que ver varias veces en la filmoteca El apartamento de Billy Wilder. Un mueble de la tele no es el mueble de un treinteenager si no guarda la serie completa de Friends y la caja dorada de Twin Peaks.
Más allá, comics de Tintín y discos de The Pixies. El mundo no es muy grande pero es más que suficiente: empieza en tu piso compartido, pasa por la sala de conciertos y llega al Carrefour express -ideal para comprar la cena a última hora, al salir del curro-. Por el camino hay una galería de arte -a la que ir a las inauguraciones animadas por dj's a hacer como que entiendes la movida-, una librería, un cine y un garito de confianza en el que siempre te encuentras a un colega a las tres de la mañana.
Resaca de los 20
Es verdad que las resacas ya no son lo que eran -no hay sábado noche sin domingo con espidifén- y que te has dejado arrastrar por la moda del gin tonic. Los autores del libro lo advierten: "Llega un momento en la vida en el que salir a saco deja de ser productivo. Años de arrepentimiento post-party te han convencido de que no es necesario que acabes cantando el Asturias, patria querida para pasártelo en grande", escriben. "Tampoco es cuestión de convertirte en un monje de Silos: en el punto medio está la virtud, y a tu edad ya tienes clarísimo cuántas copas puedes beber antes de empezar a enviarle whatsapp a tu ex".
Miranda también aclara que es cierto eso de que los 30 son la edad de la plenitud sexual, aunque "tu cuerpo ya no es el de un chaval" y no estés "para cinco en una noche". Hay incluso una lista de "polvos que todo treinteenager ha echado": el polvopedal -estáis motivados, pero al llegar a la cama "uno se queda sopa y otro echa la raba"-; el polvocolega -las cervezas de más os confundieron-; el polvoporno -cuando Redtube pasa factura-; el polvosilencioso -para que no te escuche tu compañero de piso- y hasta el polvoamor: "Incluye miradas a los ojos y 'te quieros' susurrados al oído, pero ojo, los que se dicen durante el sexo oral no cuentan".
Treinteenagers no es, en absoluto, derrotista: hace que te tomes la vida con humor, aunque no tengas garaje y acabes viviendo con tu pareja a los pocos meses de conocerla "para economizar". Lo de "¿dormimos esta noche en tu casa o en la mía?" no es compatible con la tiranía de final de mes.
Ya que todo está tan mal pagado, al menos tienes más posibilidades de dedicarte a lo que te gusta. Tus padres lo han entendido y han dejado de llamarte "bala perdida". La estabilidad, en el fondo, no existe a ninguna edad: mañana todo puede dar un giro. Y a los treinta las cosas tampoco han dejado de subir ni de bajar: uno debe tener claro que, ante una ruptura sentimental, te queda Pesadilla en el parque de atracciones de Los Planetas; una fiesta con esos colegas tuyos que tu novia no soportaba... y una copa con esa chica de la que tu ex decía que seguro que le gustabas. Lo importante no es sólo que aún parezcas joven. Es que lo eres.
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