En los Episodios Nacionales de la Transición española hay un día decisivo que ocurre a miles de kilómetros del país. En el MoMA de Nueva York los operarios de la institución que marca los designios del arte contemporáneo arrancan los clavos que unen la tela al bastidor de madera del Guernica. Van a enrollar por última vez el maltrecho cuadro para mandarlo a España, a donde viajará por primera vez, 44 años después de que Picasso lo pintara en su taller de París. Aquel 9 de septiembre de 1981, la pintura inicia el camino hacia la ceremonia que cerrará la transición de la dictadura a la democracia. Hoy, 35 años después, las grietas del consenso que se decretó con el cuadro de cuerpo presente, descubren una democracia con muchas tareas pendientes.
Seis semanas después de que fuera descolgado de las paredes del museo neoyorquino, se consuma la España de la reconciliación en un acto espectacular, que reunió en el Casón del Buen Retiro, el 24 de octubre de 1981, a las dos Españas que se disponían a olvidarlo todo. El arte hizo de testigo y pegamento de las dos mitades rotas. Envuelto en un histriónico y aparatoso cristal antibalas, y custodiado por una pareja de Guardias Civiles armados con metralleta, Guernica dejaba en evidencia, a pesar de los esfuerzos, la debilidad democrática del país.
El proyecto de redecoración democrática avanzaba a tal velocidad que se mantenían algunos tics del dictador: la bandera todavía se utilizaba para enfatizar un fenómeno social y era natural que hubiera una junto a la obra de arte. Lo curioso de la que acompañó al cuadro los primeros días y fotos era el águila en la franja amarilla. Veinte días antes se aprobó el diseño de la bandera de la nueva España, pero no fue tiempo suficiente como para tener el escudo limpio de elementos extraños.
El último exiliado
En la sala Lucas Jordán del edificio contiguo al Museo Nacional del Prado, Guernica vio personalidades de muy distinto radio ideológico y también escuchó discursos: el ministro de Cultura, Íñigo Cavero, aclaró que era una ocasión excepcional para entender “la exigencia de que sepamos construir una España culta y tolerante, sin más exilios”. Así fue vista la pintura que nunca estuvo aquí: el último exiliado, que se movió, en 1992, del Casón al Museo Reina Sofía, en una nueva metáfora, la de la España del éxito. Dos mitos falsos.
“Guernica es un grito contra la violencia, contra la barbarie, contra los horrores bélicos, contra la negación civil que supone el enfrentamiento armado. Que nadie interprete esta obra como bandera de ningún sector. Guernica queda desde ahora como patrimonio de toda la comunidad española”, continuó el ministro. Allí estaba escuchando el presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo, Agustín Rodríguez Sahagún (presidente de la UCD), Enrique Tierno Galván (presidente de honor del PSOE y alcalde de Madrid), Dolores Ibárruri (presidenta de honor del PCE) y Manuel Fraga (presidente de Alianza Popular), además de otros tantos ministros y los presidentes del Congreso y del Senado.
También el arquitecto Josep Lluís Sert, Joan Miró y Josep Renau, último Director General de Bellas Artes de la República y testigo de excepción de los orígenes del cuadro. De los herederos de Picasso, sólo su hija Paloma, que reconocía que “la democracia en España todavía es frágil, pero creo que la fuerza del Guernica está ahora por encima de la política”. Renau lanzaba una curiosa visión: “Es un fenómeno curioso el hecho de que el Guernica, que no es un fenómeno político, puede llegar a ser tan beneficioso para la democracia. La obra de Picasso no es política”.
Único superviviente
El uno de septiembre de ese año, el conservador del Museo de Arte Contemporáneo de Madrid, Álvaro Martínez Novillo, realizó el inventario de los 64 dibujos y bocetos preparatorios que emprendían la marcha junto con la obra. Dos días más tarde firmaba el acta, junto con el restaurador José María Cabrera. Martínez Novillo es el único superviviente de aquellas negociaciones a dos bandas con el museo neoyorquino y la familia.
Recuerda a este periódico que la operación se realizó en el declive de la UCD de Adolfo Suárez, a pocos meses de las Elecciones que dieron el poder al PSOE de Felipe González. “Suárez hizo lo que tenía que hacer: se le explicó que debía escribir a los hijos de Picasso y lo hizo, recibió al abogado de Jacqueline Picasso y no sobreactuó”. El historiador del arte señala a tres personas decisivas en el movimiento, junto a la segunda mujer del pintor: el abogado Roland Dumas (abogado y albacea de Picasso), Javier Tusell y el abogado Cyrus Vance (exsecretario de Estado norteamericano y abogado del MoMA en el litigio).
Después de saber que Franco había encargado al vicepresidente del Gobierno Luis Carrero Blanco la recuperación de Guernica, Picasso acudió a Roland Dumas para redactar un documento que hizo llegar al museo, donde dejaba claro que el Guernica volvería a España “cuando se restablecieran las libertades públicas”. En la versión original, Picasso pedía la vuelta de la pintura cuando se restaurase la República. Le aconsejaron que lo dejara en las “libertades públicas” y firmó el documento en 1971. Siete años después, y con el artista fallecido en 1973, el Congreso de los EEUU aprueba la devolución del cuadro. Entre medias, una negociación imposible que acabó a favor del Estado español.
Aquel día en el Casón del Buen Retiro nació la gran ilusión de una cultura sin aristas y sin ideologías
“El cuadro significa el final de la Transición. Se le dio la interpretación del símbolo de la pacificación entre las dos Españas, un talismán contra la violencia que nació de la violencia y terminó convirtiéndose en un icono de la paz”, señala la historiadora italiana Giulia Quaggio, autora del ensayo Cultura en Transición. Hubo un cambio más radical: de un cuadro comunista pasó a interpretarse como uno democristiano, gracias al rescate ejecutado por la UCD de Suárez.
El arte hizo de España una fiesta de la democracia. Al menos por un rato, mientras duraron los flashes y las declaraciones, las buenas intenciones y los aplausos. El gesto artístico inventado por la UCD inspiró la política cultural del PSOE, que encontró en la cultura el rodillo de la cohesión vía subsidio. La reconciliación no podía ser política, pero sí artística. Aquel día en el Casón del Buen Retiro nació la gran ilusión de una cultura sin aristas y sin ideologías. Un espejismo que nos ha deformado.
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