Asumir que (casi) todo es mentira complica mucho la vida. Implica carecer de certezas y asideros. Hace del mundo un lugar más desabrigado ante cualquier viento que sople. Uno no sabe a qué atenerse y, ante la absoluta desesperanza, sólo puede conformarse con que pase el tiempo agarrado al cinismo o al humor como chaleco salvavidas.
Lo resume el personaje de Falstaff, un viejo barrigudo, pillo y aparentemente descreído, en los alegres compases finales de la comedia de Giuseppe Verdi que este martes estrenó el Teatro Real. Y lo hace en una célebre fuga [literalmente huída], una forma musical en la que las distintas voces, imitándose, parecen perseguirse. "Todo en el mundo es burla. El hombre ha nacido burlón, en su cerebro vacila siempre su razón. Todo hombre se ríe de los demás mortales, pero ríe mejor quien ríe el último".
Sir John Falstaff, el protagonista, encarna bien ese espíritu, tanto que desde el comienzo de la obra ya se ha creído sus propias mentiras. Había sido el compañero de aventuras del príncipe Hal, el futuro Enrique V de Inglaterra, pero se nos presenta ya como un viejo burlón, gordo, borracho y decadente. Falstaff ahoga sus penas con sus secuaces en un bar desde el que se propone seducir a dos mujeres para hacerse con la fortuna de sus maridos. Luego será burlado por ellas, que a la vez se ríen también de sus maridos en lo que se acaba convirtiendo casi en un manifiesto de empoderamiento feminista.
Lo extraño es que Falstaff, tan confiado en su capacidad para el engaño, no se dé cuenta de que no puede engañar a nadie. Su existencia ha adquirido a través de la mentira una nueva y verdadera coherencia. El director de escena, Laurent Pelly, lo muestra bien en un bar de mala muerte que ocupa sólo una pequeñísima parte del escenario, a modo de caja de cerillas. Es un bar pequeño en medio de un gran escenario oscuro, pero en ese diminuto lugar todo parece tener el sentido que Falstaff le da a través de su hipocresía y su bravura.
En realidad, el público y los demás personajes se dan cuenta. Todos menos Falstaff. En el transcurso de la obra, Pelly va desmontando el escenario a medida que se resquebrajan las certezas del protagonista hasta desembocar en un espacio onírico y gaseoso en el que al protagonista ya no le queda ni un asidero. Ni siquiera el cinismo.
El honor no llena la panza
"¿Puede el honor llenaros la panza? ¡No! ¿Puede el honor reponeros una pierna? No puede", le dice a sus socios mientras está seguro de sí mismo. "¿Qué es el honor entonces?: Una palabra. ¿Qué tiene esta palabra? Tiene el aire que vuela [...] Las ilusiones lo inflaman, lo corrompe el orgullo, lo ablandan las calumnias; ¡y para mi no lo quiero!", concluye. Son palabras mayores: las de William Shakespeare adaptadas por el libretista Arrigo Boito para Verdi, que era casi octogenario cuando comenzó a escribir los compases de esta obra maestra. Tras medio siglo como creador y casi una treintena de óperas, compuso su despedida del género en forma de ópera bufa.
El problema de creer que (casi) todo es mentira es lo disruptivo que llega a ser aquello que es verdad. Porque el amor es verdad. Los sentimientos, también. Y ahí es cuando todo se complica, cuando hay que digerir al mismo tiempo las pesadas piedras de la verdad y la mentira. Vamos, la vida misma. Además de ser una comedia muy divertida, en la que que Roberto de Candia borda el papel de Falstaff gracias a sus dotes dramáticas, la ópera revela buena parte de su espesor a través de la evolución psicológica de su protagonista.
Porque llega un momento en el que Falstaff se reconoce burlado y se derrumba, no sin antes hacer una patética pero humana reivindicación de su ingenio. "La gente ordinaria se ríe de mí y se vanagloria de ello; pero, sin mí, estos con tanta jactancia no tendrían ni un pellizco de sal. Soy yo quien los hace astutos. Mi argucia crea la argucia de los otros", dice para la historia.
Falstaff bien podría ser un político en campaña electoral luchando una dura batalla contra sus oponentes pero basándola en fake news, o noticias falsas, que de falso tienen hasta el nombre (si son falsas, no son noticia). En la era del relato, en el que una versión pesa lo mismo que una verdad, el viejo Falstaff es el único que, en un ataque de sinceridad y asediado por la humillación, revela las claves del juego del mundo y, de paso, señala la salida del laberinto. Sabemos que en plena campaña electoral nadie se caería del caballo de esa manera. Pero en la ópera es posible, porque la ópera también es verdad, aunque sea a través de la mentira.
Una ópera con aire de musical
Pelly lo cuenta bien al introducir elementos que conectan a la escena con el teatro o el cine. Casa a la perfección y le da un aire de clásico musical, el género que sustituiría en popularidad al siglo que estaba por venir. A este Falstaff le viene bien el juego de luces y sombras, los focos de escenario o hasta unos árboles en forma de espejo en el tercer acto en el que son los espectadores (y el director musical Daniele Rustioni) los que acaban siendo reflejados como simetría de la gran farsa. La producción distingue bien entre el realismo impostado del bar o la casa burguesa y el escenario onírico de las fuertes pasiones que sacuden al espectador entre bromas.
Sobre todo, Pelly logra una obra verdaderamente coral en la que no solo destaca Falstaff sino en el que los demás personajes tienen también un digno recorrido. El director de escena muestra de nuevo que es también un exquisito director de actores, algo que ya se pudo ver en otras de sus producciones recientes en el Real: 'Hänsel y Gretel', 'La hija del regimiento' y 'El gallo de oro'.
Como director, Rustioni sólo tiene de joven la edad biológica, ya que prueba con creces su altura para liderar a la orquesta al servicio duna partitura inmensamente rica en detalles dramáticos. La música sorprendió en su día por el contraste con otras obras de Verdi, muy interesado en aplicar en esta los nuevos caminos que había abierto Wagner y obsesionado por huir del belcantismo que tantos éxitos le había proporcionado a Italia en todo el siglo. Rustioni dirige de manera clara, limpia y sin efectos para que Verdi hable por sí solo.
Hace 17 años que Falstaff no se representa en el Teatro Real. Vuelve con esta nueva producción de la institución junto a la Monnaie de Bruselas, la Opéra National de Burdeos y la Tokyo Nikikai Opera Foundation, teatros donde se verá después que en Madrid, donde su estreno fue un merecido éxito.
Falstaff no tiene arias icónicas como otras óperas de Verdi, pero sí es una partitura redonda. Por el libreto, la sofisticación de su música, su carga dramática y hasta su final feliz. Como dice el director artístico del Real, Joan Matabosch, en sus notas al programa, "en Falstaff , la naturaleza humana se redime porque demuestra que puede reírse de sí misma. Verdi mira directamente la cara de la fragilidad humana, pero la perdona con una sonrisa".
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