Si Donald Trump decide profundizar en su política contra los musulmanes en suelo estadounidense, tiene un buen espejo en el que reflejarse. Y desde luego éste no es el de ningún predecesor de infame recuerdo. Al contrario, el firmante de la mayor orden de represión contra una minoría étnica a la que se consideró sin pruebas amenaza nacional fue Franklin D. Roosevelt, uno de los presidentes más recordados, puestos como ejemplo y alabados de toda la historia norteamericana.
El 19 de febrero de 1942, Roosevelt firmó la Orden Ejecutiva 9066, por la que se dio luz verde para que las autoridades militares procedieran a reinstalar a la población procedente de los países con los que Estados Unidos estaba en guerra, y sus descendientes, en localizaciones que se consideraran seguras, tanto para ellos como para prevenir posibles actos de sabotaje.
Eso en teoría, porque en la práctica la medida se centró casi exclusivamente en los miembros de la etnia japonesa: pocos alemanes fueron "recolocados", y los italianos quedaron expresamente excluidos, por más que en esas comunidades hubiera antes de 1941 no pocos partidarios de los regímenes fascistas europeos.
Además, el caso de los japoneses era especialmente espinoso: la inmigración nipona, mucho antes de la Segunda Guerra Mundial, había ido haciéndose con terrenos, sobre todo en la Costa Oeste, de los que había ido obteniendo un rendimiento muy superior al de sus vecinos caucásicos.
'Nisei' americanos
Ello había provocado ya un profundo rechazo de la población blanca, lo que había llevado al Gobierno americano a restringir la posibilidad de que los inmigrantes orientales obtuviesen la ciudadanía. Pero sus hijos, conocidos como "nisei", al haber nacido ya en suelo americano obtuvieron automáticamente la nacionalidad estadounidense. Por tanto, las medidas firmadas por Roosevelt (y a las que curiosamente se opuso el normalmente paranoico J. Edgar Hoover, director del FBI) provocaron la discriminación oficial de ciudadanos norteamericanos por motivos de raza, algo expresamente prohibido por la Constitución.
El gobierno restringió la posibilidad de que los inmigrantes orientales obtuviesen la ciudadanía. Pero sus hijos, conocidos como "nisei", al haber nacido ya en suelo americano obtuvieron automáticamente la nacionalidad estadounidense
Varios jueces intentaron oponerse a la medida, pero la histeria colectiva, azuzada por los medios y alimentada con rumores de fantasmales conspiraciones y supuestamente inminentes sabotajes (se llegó a afirmar que la ausencia de atentados sólo demostraba que algo grande estaba en marcha), hizo que la decisión no tuviera marcha atrás.
Finalmente, se estableció una zona de seguridad que prohibió a los 120.000 habitantes de los estados de la Costa Oeste (los 130.000 de Hawái, mucho más cercano a Japón, fueron disculpados porque eran imprescindibles para la economía de las islas) residir fuera de los campos de internamiento que se establecieron. Se les dio ocho días para deshacerse de todos sus negocios y propiedades, lo que hizo que mucho se malvendiera. Alguno, ante la imposibilidad de obtener un precio justo por sus tierras, prefirió prenderles fuego, por lo que fue acusado de sabotaje. Sus cuentas bancarias quedaron congeladas, y en la práctica se les privó de cualquier bien material.
El alambre de espino
Fueron ubicados en diez campos, de entre 20.000 y 8.000 personas, la mayoría situados en zonas inhóspitas y de clima externo. Algunos campos tuvieron un régimen más liviano, pero en otros, como el de Tule Lake, en California, donde se internó a los líderes de las comunidades civiles y religiosas y a los que se habían manifestado en contra de las medidas, se implantó un auténtico sistema carcelario. Pero en todos lucía el alambre de espino y se castigaba severamente cualquier intento de escapar, incluido el abrir fuego a matar.
Sólo se permitió salir a varios centenares de jóvenes a cambio de que se alistaran en el Ejército. Fueron enviados a Europa por temor a que pudieran desertar si se les destinaba al Pacífico, convirtiéndose en uno de los grupos más condecorados, porque solían ser enviados a las misiones más peligrosas. Además, Estados Unidos firmó acuerdos con numerosos países latinoamericanos para que detuvieran y les enviaran a sus propios habitantes de origen nipón, con el fin de poder utilizarlos como moneda de cambio con los prisioneros norteamericanos en poder de Japón.
Cuando la guerra terminó, los campos fueron cerrados y sus prisioneros liberados. Cada uno recibió sólo 25 dólares y un billete de tren, pero casi nadie tenía a dónde regresar. La inmensa mayoría nunca recuperó lo arrebatado, y aún tuvieron que seguir sufriendo el racismo durante años. No sería hasta 1988 que la administración Reagan terminara por pedir perdón y aprobara compensaciones económicas para los supervivientes. Hoy, muchos descendientes de los represaliados se han destacado por su apoyo a la minoría musulmana, el nuevo colectivo objeto del racismo y la histeria, dos componentes que, cuidadosamente manejados por un Gobierno populista, pueden estallar en cualquier momento.
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