El 19 de agosto de 1883 nacía una niña que fue registrada como Gabrielle Chanel. Pero no fue ése el nombre con el que se convertiría en una de las personas más influyentes del siglo XX. Para la posteridad sería conocida como Coco Chanel, un mote que le vino de un origen poco glamuroso: procedía de una canción que interpretaba cuando era poco más que una adolescente por los tugurios de Moulins, en Francia, para complementar la paga de su trabajo en una sastrería, tras haber pasado por un orfanato y un rígido internado religioso.
Sin embargo, a Gabrielle le esperaba un cometido que la marcaría para siempre: el cambio de siglo propició el nacimiento de un nuevo tipo femenino, la conocida como “Mujer Nueva”, que no se resignaba al limitado rincón que la sociedad le había reservado hasta entonces, que buscaba ser independiente y que pedía a gritos demostrar su capacidad para acometer cualquier tarea masculina.
La Primera Guerra Mundial permitió que esa mujer irrumpiera con fuerza, empujada por la necesidad de ocuparse de las labores de retaguardia abandonadas por los hombres que estaban siendo masacrados en las trincheras. Y así, aunque Chanel comenzó su trayectoria de una forma poco original, abriendo una tienda de sombreros en París financiada por su entonces amante, pronto su arrojo y su capacidad de innovación puso la moda patas arriba y la convirtió en todo un símbolo.
Como diseñadora, firmó la defunción oficial del corsé y de cualquier otra pieza que buscase constreñir a la mujer. Instauró el pantalón y el corte de pelo a lo garçon; superó lo más recargado del estilo art déco; se atrevió a hacer del negro, desdeñado hasta entonces por su vinculación con el luto, el summum de la elegancia, y acortó las faldas hasta justo por debajo de las rodillas (curiosamente, cuando irrumpió la minifalda, que ya las dejaba directamente al aire, puso el grito en el cielo pues consideraba que ésa era la parte más fea del cuerpo de la mujer).
Y no sólo en la ropa, también en la actitud: si hasta entonces el bronceado había sido considerado algo indigno de la aristocracia por considerar que denunciaba la condición de obrero de quien lo lucía, Coco Chanel comenzó a aparecer en público visiblemente morena, desterrando el sombrero femenino en las playas para que así quedara más piel al alcance del sol.
Lo demás, es historia: su pequeño vestido negro, su bolso (que incorporó por primera vez una cadena para poder ser colgado al hombro y liberar así las manos de la mujer) y su perfume n°5, creado en realidad por un exiliado ruso, que saltaría definitivamente a la fama cuando Marilyn Monroe confesó que era lo único que se ponía para dormir. Sin embargo, esta mujer, luchadora y ambiciosa como todo visionario, que diseñaba directamente sobre el cuerpo de las modelos porque no sabía de dibujo ni patronaje, fue también un ejemplo de las contradicciones de unos tiempos históricos muy complicados.
Cuando los nazis ocuparon Francia, Coco Chanel mantuvo una posición de privilegio por su relación con un destacado militar alemán, que la instaló en el Ritz, el hotel donde se alojaban los altos cargos de la ocupación. Y como posteriormente se supo, su vinculación podría haber ido más allá, haciendo labores de inteligencia y mediando incluso en un fracasado intento para que Inglaterra firmara la paz con Alemania y abandonara a los aliados, en el que habría utilizado su amistad con Churchill. Incluso, habría usado sus buenas relaciones con los ocupantes para intentar recuperar la propiedad íntegra de su perfume, entonces en manos de judíos, un proceso que sólo se resolvería a su favor tras la Segunda Guerra Mundial.
Todo ello la llevó a un largo ostracismo: era muy duro para Francia aceptar que quien había sido señalada por Malraux como lo mejor que le había pasado al país junto a De Gaulle y Picasso mostrara un expediente tan ambiguo. Pero en 1954, Coco Chanel rompió su silencio, abandonó el exilio en Suiza y bajó de nuevo a la arena, cosiendo con sus propias y debilitadas manos y clamando contra una moda que había tomado nuevos rumbos.
Murió el 10 de enero de 1971, a los 87 años, en su lujoso apartamento de París. Era domingo, el único día que descansaba, pues trabajaba los otros seis sin perdonar ni uno. Las drogas (llegaba a inyectarse tres veces al día) y las largas madrugadas ante el televisor eran el único escape de una soledad que la asediaba a pesar de su nutrida lista de amantes. Con ella moría un símbolo de lo mejor y lo peor de unas décadas prodigiosas; nacía entonces un mito que sigue teniendo una adecuada traducción en facturaciones anuales de miles de millones de dólares.