La primera curiosidad sobre su vida se centra en la ausencia de quórum en cuanto a la fecha de su nacimiento. Catalina de Erauso escribió en su autobiografía que nació en San Sebastian en 1585, pero en su partida de bautismo de la parroquia donostiarra de San Vicente se dice otra cosa totalmente diferente: el 10 de febrero de 1592. Su padre fue el capitán Miguel de Erauso, comandante del territorio vasco a las órdenes de Felipe III, y su madre María Pérez de Gallárraga y Arce, otra noble.
Catalina era la menor de seis hermanos y cuando tenía cuatro años la internaron en un convento de monjas de su ciudad para ser educada en el catolicismo. Sin embargo, su carácter explosivo hizo que la trasladaran a otro monasterio de clausura más estricto, donde la humillaron y vejaron hasta que logró escapar con 15 años. La idea que se le ocurrió para no ser reconocida fue disfrazarse de hombre -aunque no han trascendido detalles sobre su indumentaria-.
Catalina de Erauso, más conocida como la monja alférez, se marchó a Valladolid y allí se convirtió en paje de Juan de Idiáquez, el secretario del rey. No solo cambiaría de apariencia, sino también de nombre: Francisco Loyola. En sus propias memorias, la mujer relata que se topó con su padre, que iba en su búsqueda, pero este fue incapaz de reconocerla.
Su periplo continuó por Bilbao, donde la encarcelaron durante un mes por apedrear a unos jóvenes que se rieron de ella, y Estella (Navarra) hasta regresar a San Sebastian. En aquel entonces, España estaba sumergida en los últimos años de la conquista de América y cada poco tiempo partían hacia el Nuevo Mundo expediciones en búsqueda de riquezas y aventuras.
Aventuras y muerte en América
En uno de esos barcos que zarpaban hacia las Indias se subió Catalina de Erauso, todavía disfrazada de hombre a pesar de que muchas mujeres emigraban hacia la otra orilla del Atlántico. Según algunos historiadores, esta es una señal inequívoca de que era lesbiana. Tras abandonar (y robar) a su tripulación, la monja alférez se dirigió a Perú, donde comenzó a trabajar como ayudante de un comerciante español.
Su personalidad rebelde le volvió a meter en un lío que acabó con sangre de por medio: Catalina, tras una riña, mató a un hombre, hirió a otro y la detuvieron. Apenas pasó unas horas entre rejas gracias a la intermediación de su jefe, que pagó amistosamente la fianza. Los problemas, sin embargo, no terminarían ahí. Unos días más tarde, el varón herido, ya recuperado, se presentó reclamando venganza. La balanza se decantaría nuevamente en favor de la monja alférez, que clavó su espada en el cuerpo de sus agresores.
Otra vez en la cárcel... y otra vez liberada por su superior, quien la envió a Lima, a trabajar en la tienda de un amigo suyo. Tampoco halló Catalina la tranquilidad allí, pues mantener relaciones con la sobrina de su nuevo jefe, tal y como cuenta en su autobiografía, le supuso el despido. De nuevo perdida, sin trabajo ni dinero, optó por la solución de las armas y se alistó como soldado en las filas del ejército español.
La integraron en una expedición que se iba a enfrentar a los indios mapuches en Chile; y, cosas del destino, tras desembarcar en Concepción bajo una nueva identidad (Alonso Díaz Ramírez de Guzmán), la pusieron a las órdenes de su hermano Miguel de Erauso. A pesar de su destreza en el combate, la antigua monja no pudo ser ascendida a capitán por haber ahorcado a un líder mapuche cuando estaba indefenso en vez de apresarlo para interrogarlo. Solo pudo alcanzar el rango de alférez.
Luego su vida en América se desarrolló entre arrestos y más asesinatos, entre los que destacan el alguacil de Concepción y su propio hermano, con el que se batió en duelo en una noche tan oscura "que no nos veíamos las manos". Años más tarde sería condenada a muerte y liberada en el último momento, hasta que la volvieron a arrestar en Perú. Allí, ya sin posibilidades de escapar de la soga, el alférez Díaz confesó al obispo Agustín de Carvajal su secreto: "La verdad es esta, que soy mujer". Dos matronas la examinaron y además de corroborar que era hembra, determinaron que era virgen.
Obligada a entrar en un convento como en su infancia, regresó a España en 1624 y con el beneplácito del obispo cuando se descubrió que no había alcanzado el estatus de monja, sino que se había quedado en el de novicia. La recibió el rey Felipe IV, quien le mantuvo su graduación militar, le permitió emplear su nombre masculino (ahora Antonio de Erauso) y le concedió una pensión por sus servicios a la Corona. El papa Urbano VIII también le concedió permiso para seguir vistiendo y firmando como hombre. Desde aquella se le perdió el rastro y fallecería alrededor de 1650 en América, a donde había regresado.
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