El pitido de los silbatos inundó a las 7:30 de la mañana las trincheras donde se agazapaban las tropas británicas. Era la señal de ataque. En el horizonte, en las líneas alemanas, una inmensa nube de polvo y humo se alzaba como resultado del incesante bombardeo —un millón y medio de obuses— que se había prolongado durante una semana. Pero cuando los soldados de la Commonwealth saltaron a campo abierto, las ametralladoras alemanas, intactas a la detonación de las bombas, empezaron a escupir ráfagas de proyectiles que impactaban en la carne de sus enemigos. Eran un blanco tan fácil que aquello se convirtió en una carnicería.
La batalla del Somme —río que del norte de Francia que da nombre al lugar donde transcurrió la ofensiva— fue el enfrentamiento más sangriento de la Primera Guerra Mundial, un cúmulo de errores militares que solo el primer día, el 1 de julio de 1916, se tradujo en la muerte de 20.000 británicos. "Allí fue donde por primera vez contemplé un fuego que solo podía compararse con un espectáculo producido por la naturaleza", escribiría Ernst Jünger, testigo directo desde el bando alemán, en sus memorias, tituladas Tormenta de acero, uno de los mejores relatos de guerra según los historiadores.
La acometida en la región francesa de Picardía fue la respuesta al ataque de las fuerzas alemanas sobre Verdún; una maniobra para distraer la atención y obligarles a desplazar sus efectivos de un punto a otro, debilitarles. El plan, a simple vista, parecía sencillo: quebrar las defensas alemanas con una lluvia constante de bombas para posteriormente tomar dichas posiciones con una carga directa de la infantería. Sin embargo, nada salió según lo previsto.
El alto mando británico estaba convencido de la efectividad de sus cañones, pero los proyectiles, la mayoría cargados con metralla que explosionaba en el aire, resultaron ineficaces frente al entramado defensivo de los alemanes, que habían cavado refugios profundos en la tierra —alguno incluso contaba con muebles— y levantado pequeñas fortalezas de cemento, todavía visibles en la actualidad. Varios informes de los exploradores aseguraban que ni la alambrada de espino había sido destruida, pero los mandamases aliados empujaron a sus batallones a una muerte segura. Mucho peor que en Galípoli.
"Estamos despilfarrando a nuestros hombres: a causa de nuestra mediocre artillería, de nuestra mediocre munición y del mediocre entrenamiento de nuestras tropas", relataría más tarde el general William Furse. Y es que el ejército británico no se componía de experimentados reclutas, sino de jóvenes casi adolescentes —tenderos, carniceros, artesanos, campesinos, maestros o pastores— que apenas sabían empuñar un rifle. Les llamaron pal battalions (batallones de camaradas) por constituirse en grupos de soldados que se conocían de antemano, del barrio, el trabajo o la universidad. Pero no estaban preparados para la guerra.
Tolkien y Hitler
Solo la llegada del invierno y la nieve a principios de noviembre paralizaron los combates. No existe un balance oficial sobre el número de víctimas mortales en el Somme, pero la versión más aceptada habla de que durante los cuatro meses de batalla fallecieron, desparecieron o resultaron heridas de gravedad un millón doscientas mil personas. El periodista Guillermo Altares recoge en Una lección olvidada una cita esclarecedora del historiador Martin Gilbert: "Cuando terminó la batalla, el oficial al mando de la 29ª división, el general Lisle, informó al primer ministro de Terranova: 'Fue una magnífica exhibición de disciplinado coraje. El asalto no tuvo éxito únicamente porque los muertos no pueden seguir avanzando'".
En el Somme, los aliados derramaron litros y litros de sangre que solo les reportaron un avance de escasos kilómetros, insignificante para alterar el transcurso de la guerra o las líneas del frente. La Gran Guerra, asimismo, desencadenó una revolución tecnológica en cuanto a la artillería móvil y los carros de combate. En este departamento francés se utilizó por primera vez en la historia un tanque, el Mark I, tripulado por ocho personas y difícil de maniobrar.
De la destrucción de vidas humanas que se registró en los pueblos de Picardía también fue testigo directo el escritor J. R. R. Tolkien, recién graduado en Filología inglesa en Oxford. “Los oficiales novatos mueren por decenas, cada minuto”, narraría más tarde, según se recoge en el libro Tolkien and The Great War. Pero ninguno de los altos cargos británicos fue capaz de poner freno a la ofensiva y de este modo taponar la masacre. Los historiadores militares señalan que en esa época las elevadas bajas era un precio a pagar con el que se contaba antes incluso de estallar los disparos.
En aquella batalla también tomó parte un soldado de nombre Adolf Hitler, que resultaría herido en una pierna —y no perdería un testículo, como sostiene la leyenda— en Bapaume el 7 de octubre de 1916. Pero leyenda fue lo que forjó el horror del Somme y que Tolkien convertiría en El señor de los anillos en un universo fantástico, la Tierra Media, creando una región de donde emanaba el mal absoluto: Mordor. "El profundo y estúpido desperdicio de la guerra, no solo material sino también moral y espiritual, resulta escalofriante para los que tienen que soportarlo", diría el escritor. Sauron no se entiende sin la Gran Guerra.