En el vagón de un tren de ferrocarril en Compiègne, al norte de Francia, Matthias Erzberg, ministro sin cartera del Gobierno alemán, acompañado de más emisarios de Berlín, se sentó enfrente de Ferdinand Foch, francés y comandante en jefe de los ejércitos aliados. Sobre la mesa se amontonaban los papeles que ratificarían la paz tras cuatro años de sangre y muerte, el fin de la I Guerra Mundial. No había ya nada que negociar porque las potencias centrales habían sido derrotadas. "A pesar de mis deseos, no me dieron más instrucciones que la de firmar un armisticio a cualquier precio", revelaría Erzberg más tarde.
La negociación, por llamarlo de alguna manera —Foch se mantuvo inabordable a cualquier petición de los alemanes pues sabía que no había ninguna razón para ceder—, duró unas tres horas. A las 5:12 de la madrugada del 11 de noviembre de 1918, Erzberg claudicó ante las duras condiciones redactadas por los aliados y plasmó su firma sobre la propuesta de armisticio. Este, sin embargo, no entraría en vigor hasta seis horas más tarde, una fecha simbólica: el día 11 del mes 11 a las 11 horas. La guerra había acabado.
Rápidamente, Foch envió un telegrama a todos los comandantes aliados informando de la esperada noticia, ya se podían guardar las armas: "Cesen las hostilidades en todo el frente el 11 de noviembre a las 11 de la mañana, hora francesa". Pero en esas seis horas, varios miles de muertes totalmente innecesarias siguieron produciéndose. El absurdo de la guerra maximizado; una bala perdida o un sprint estúpido hacia la trinchera enemiga cuando todos los soldados no hacían otra cosa que mirar el reloj.
Queda constancia de varios fallecimientos ilustres registradas en el último cuarto de hora de la contienda. El último soldado francés en caer fue Agustin Trébuchon. Entre las 10:40 y las 10:50 recibió un disparo en la cabeza en una localización todavía desconocida, en algún punto entre el ferrocarril y el río de Mosa, cerca de Vrigne-Meuse, un pueblecito de 350 habitantes perteneciente a la región de Champaña-Ardenas. Trébuchon era un campesino que llevaba cuatro años saltando de trinchera en trinchera, desde el inicio de la guerra; y por diez míseros minutos fue privado de ver de nuevo al mundo sumergido en paz.
Pero Trébuchon no sería la última víctima mortal, sino un joven soldado estadounidense de 23 años, de nombre Henry Gunther, que había sido degradado del rango de sargento por criticar en una carta enviada a sus amigos las pésimas condiciones de vida que había que soportar en las trincheras. Además de eso, les recomendaba que evitaran enrolarse en el ejército. Los censores militares interceptaron el mensaje y lo castigaron.
En un estúpido arrebato de orgullo, Henry Gunther, en esa mañana del 11 de noviembre, decidió desacatar las órdenes de sus superiores y lanzarse al abismo, a los brazos de la muerte. Su compañía se encontró con un nido de ametralladoras alemanas al norte de Verdún. Les habían ordenado mantener las posiciones a la espera de que los minutos se fuesen consumiendo y el armisticio entrase en vigor. Pero Gunther entendió que aquella era su última oportunidad para recuperar la jerarquía perdida. Su misión no era épica sino suicida.
Saltó de la trinchera desobedeciendo las advertencias de su sargento y rebelándose contra la sensatez que le reclamaban sus compañeros. Agarró la bayoneta y comenzó a correr hacia las posiciones enemigas. Los alemanes, perplejos, gritaron a Gunther que el fin de la guerra era inminente. Dispararon tiros al aire pero el soldado estadounidense tampoco se ponía a cubierto. Y así hasta que una bala impactó en su cuerpo y le segó la vida. Eran las 10:59 horas, solo un minuto más tarde finalizó la Gran Guerra. Aunque no lo pudo ver con sus propios ojos, el ejército de EEUU le restauró, de forma póstuma, su condición de sargento. La victoria inútil de Henry Gunther.
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