Gregorio Luri (Azagra, 1955) no ha venido a hablar del asesino de Trotsky. Ramón Mercader -el comunista español que hincó el piolet en el cerebro del revolucionario ruso- ya se anda desconchando como mito del siglo XX. En la segunda piel de la Historia está Caridad: madre de la criatura y deliciosa antiheroína. La llamaban la Pasionaria catalana. Una estalinista de médula que se tomaba el caviar a cucharadas y no se rompía las medias -porque uno puede ser combatiente, pero siempre con estilo-; una Lady Macbeth que se casó con un hombre que pronto se le quedó pequeño. Púgil clandestina en París, espía soviética en Moscú. En México intentó que su hijo se fugase de la prisión en la que había sido recluido por su crimen contra Trotsky.
Caridad era la matriarca árida, la femme fatale, la oveja negra. Cuando empezó a sacar los pies del tiesto -a probar los opiáceos, a juguetear con la bohemia, a fijarse en Stalin-, la familia burguesa de su marido la encerró en un psiquiátrico donde la torturaron aun estando sana. "Si van a hablar de nosotros, al menos que sea por pena". Perdió a su hijo Pablo en la Guerra Civil española. La tesis de Luri sostiene que Caridad reclutó a Ramón para el asesinato de Trotsky por miedo a que cayese también en el frente. Ella misma lo esperó en la puerta con el coche.
La tesis de Luri sostiene que Caridad reclutó a Ramón para el asesinato de Trotsky por miedo a que cayese en la guerra civil, como su hijo Pablo
El autor de El cielo prometido: una mujer al servicio de Stalin (Ariel) es doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona y experto en pedagogía, pero lleva dos décadas escarbando en la investigación del terremoto Mercader. No lo buscó: el azar le hizo conocer a Luis -hermano de Ramón- en la Navidad de 1992. Suerte que tiró del cordel de la historia. Ahora la figura de Caridad -epicentro de la obra- es una excusa para hablar de la vida cuando crece salvaje en la simiente de una época: comunismo, fe, desencanto, amor mal llevado. Bisagra humana de dos tiempos.
Me sorprende, ya al principio del libro, que Luis Mercader y su esposa alabasen de esa forma el capitalismo, ¿no? Hábleme de esa transición ideológica, de la decadencia del comunismo y la caída de la vieja fe.
Yo tengo claro que no soy un historiador y he tenido cuidado en no aparentar serlo. No he querido llenar el libro de referencias bibliográficas, archivos... Desde el punto de vista más filosófico, el enigma que fue tomando forma pronto en mí fue: ¿cómo es que nuestros abuelos tenían tanta fe? Porque en la España del 36 no había ateos: lo que había es mucha gente que cambió de fe. Y destrozaron muchos altares para erigir otros. Imagínate aquellos obreros, aquellos campesinos andaluces que salían a pecho descubierto de las trincheras gritando "Viva Stalin". En definitiva estaban pronunciando la misma jaculatoria que los carlistas, que salían gritando ante Dios "nadie es un héroe anónimo".
Yo, en el momento en que conocí a Luis, tenía clarísimo que el futuro era el comunismo. Pero mi comunismo era absolutamente literario. Yo tenía cinco héroes teóricos de comunismo, que es lo que había leído de aquí y de allá. La imagen venía a ser: un lugar en el que todas tus represiones tuvieran una salida satisfactoria. De repente te encuentras con un señor que comienza a contarte cosas, comienza a hablarte de su fascinación por el capitalismo aun viniendo del comunismo. Recuerdo perfectamente aquel comentario de Galina, la esposa de Luis: "No sois conscientes del valor que tiene". Ella me hablaba de valores.
Me contaba que había llamado a unos pintores, le habían pintado la casa, se habían despedido y le habían dicho "ya vendremos a cobrar". Con la seguridad de que ella les iba a pagar. Para mí también fue un show terrible el primer viaje que hace Luis a Suiza. Me contó que al bajar del avión cogió un taxi, iba viendo la ciudad opulenta y le preguntó al taxista: "¿Por dónde viven los obreros?". Porque seguía pensando que la ortodoxia comunista que hay de los obreros en el mundo capitalista -de que viven de una manera misérrima- es cierta. Y el taxista le dijo: "Pues por aquí". Y eso para mí, esa conversión, fue un interés añadido.
Decía Caridad Mercader: "Sirvo para destruir el capitalismo, pero no para construir el comunismo".
Eso lo vivieron de esta manera muchos. El Che, por ejemplo, en Cuba. Es más fácil, más épico, más romántico, destruir que construir. Para destruir hace falta un heroísmo jactancioso: "Aquí estoy yo en la vanguardia de la historia..." y represento no sé cuántas cosas. Pero para construir necesitas disciplina, comenzar a trabajar a las ocho de la mañana, comprometerte con la palabra dada... necesitas cierta funcionarización del romanticismo. Tienen que funcionar los trenes, los horarios. Ante eso: "Ah, yo no me veo así. Me veo con el pelo al viento dirigiendo la lucha internacional como la vanguardia de una causa incondicionalmente buena". Lo que pasa es que las revoluciones triunfan gracias a profetas armados pero luego prosperan gracias a funcionarios eficientes.
¿Qué poso de ese comunismo queda hoy en el imaginario popular? Sobre todo, en la mente de los jóvenes...
Depende. Yo conozco muy bien algunos países comunistas, como Bulgaria, y no vayas ahí hablando a los jóvenes de comunismo. En algunas repúblicas ex soviéticas incluso está prohibido. Mientras que en nosotros aún perdura esa idea romántica del comunismo como la sublimación de todas nuestras frustraciones. Todos nuestros males tienen un nombre que es capitalismo y todas nuestras esperanzas tienen un nombre que es comunismo. Y este mecanismo de blanco y negro tiene la ventaja de que te elimina las complejidades del mundo y te ofrece respuestas muy fáciles para todo. Digamos que el comunismo tiene tanto más poder de subyugación en aquellos países que no lo han conocido, es obvio.
¿Y qué le parece Podemos como bisagra o trampolín entre sistemas?
Ay, mira... por una parte, me provocan cierta ternura. Sí, porque yo me reconozco en ellos cuando tenía veinte años, e incluso puedo decirte que la gente de mi generación éramos más radicales que ellos, y difícilmente puedo ponerme yo ahora a pontificar desde no sé qué altura. Por otra parte, me parece que deberían ser un poco más comedidos a la hora de jugar con algunas cosas que han sido muy difíciles de construir y pueden ser muy fáciles de destruir: la imagen de la Transición... claro que la democracia es una causa imperfecta.
Podemos debería ser más comedido a la hora de jugar con algunas cosas que han sido muy difíciles de construir y pueden ser muy fáciles de destruir, como la imagen de la Transición
Ahora bien, si algo he aprendido de mi propia biografía es que lo noble no es entregar tu fidelidad a causas perfectas -porque son quimeras-, sino comprometerte con causas imperfectas. Eso, además, la conciencia de la imperfección es lo que te evita los dos grandes males de la vida política: el fanatismo y la decepción. Ahí, en general, Podemos está demasiado detrás de una causa perfecta. Desde la ternura biográfica, hay algunas personas que, desde cierta edad, pueden preguntarse incluso si el concepto de "utopía" no es una inmoralidad.
¿Por qué recordamos más a Ramón que a Caridad? ¿En qué momento se quedó ella por el camino?
Ramón está pendiente de esa imagen iconográficamente tan fuerte que es la del piolet clavado en la cabeza de Trotsky. Una de las grandes imágenes del siglo XX. Probablemente, si en vez de haber utilizado el piolet hubiese utilizado la pistola que también llevaba, o un puñal, que también... si hubiese utilizado, por ejemplo, la pistola, habría sido un acto terrorista enorme, pero ya no tendría esa imagen de ensañamiento, de ¿cómo te diría yo?, de ejercicio morboso de la crueldad que lleva el hecho de clavar un piolet en el cerebro de alguien. Es esa imagen. Ramón Mercader la recordó para siempre, lo atormentó hasta el final de su vida. No puede quitarse el grito de Trotsky de encima. Hay como una venganza. Por eso él sí y ella no. Por el elemento iconográfico.
Hábleme del poder que ejerce Caridad sobre sus hijos. ¿Tiene capacidad de amor?
Yo creo que quiere a sus hijos. Tiene capacidad de amor. Pero tiene con ellos una relación muy extraña, porque no los sabe amar como madre. Cuando te encuentras con algunos hijos de sus amigos con los que ha hablado, que la querían con locura y te cuentan los detalles que tenía con ellos... piensas ¿por qué no tuvo nunca esos detalles con sus hijos? Algo se interponía en su relación. Era con ellos extremadamente exigente. Ese fondo aristocrático que tenía y una cierta formación british que había en su personalidad la llevaba a tratar a sus hijos como podía tratar un noble británico a sus hijos, que desde pequeños los ve como futuros lords.
Sin embargo, sus hijos siempre se desvivían por ella. Tenía poder sobre los suyos. Pero fíjate. Cuando Ramón Mercader sale de la cárcel, después de haber estado 20 años encerrado en México, y va a Moscú, Caridad lo primero que hace es echarle una bronca: "¡Dónde vas con esa barriga! Tienes que cuidar tu presencia". Antes de abrazarlo.
¿No fue Ramón el monstruo que ella creó?
A ver, no podemos olvidar lo que significaba ser comunista en los años 30. Significaba que todo estaba al servicio del partido y, por lo tanto, que cualquier preocupación familiar era una preocupación pequeñoburguesa. Si olvidas eso, eras todo. Caridad es una buena representante de lo que era la entrega de un militante comunista en los años 30. ¿Cuántos hubo así? Dedicaron toda su vida. Yo en el libro digo que, en los años 30, ser militante quería decir "arrojar lejos de ti la llave de tu interioridad".
El activismo actual es una bromita comparada con la vieja militancia, ¿no?
Claro. Caridad no es que fuese un monstruo militante, era una militante de la Tercera Internacional. Es Ramón quien decide que se postula, porque una vez que falla el atentado de Siqueiros aparece la alternativa: que en el momento que entra Ramón se asaltara de nuevo la casa -con más compañeros y su madre incluida- y, aprovechando el jaleo, lo pudiera matar. Pero él dice no, no. Lo mato yo. Yo creo que Caridad siempre estuvo arrepentida -en algunos casos ha dicho "Soy yo quien lo hizo"- de haber dejado a su hijo solo ante ese peligro. Hombre, él entra pensando que iba a salir. Lo que lo cambió todo fue el grito de Trotsky. Es ese grito el que alerta a todo el mundo. Podía haberlo matado en silencio... y haber salido. Nos olvidamos a veces del peso enorme que tienen las circunstancias azarosas en el destino trágico.
¿Qué es la Memoria Histórica en España?
Es un arma de combate del presente, pero a nadie le preocupa la Memoria Histórica. ¡A nadie! Eso es obvio. Es tan... selectiva a la hora de recordar cosas, que se le puede llamar de todo menos memoria.
Y qué hacemos con las calles.
A ver, ¿por qué no se acuerda nadie del contubernio de Madariaga, que eran los demócratas? ¿Por qué nadie se acuerda de Julián Gorkín? ¿Por qué nadie se acuerda de las checas? Alguien que quiere hacer memoria histórica de verdad debería saber que todo eso forma parte, no de unos o de otros, sino de nuestros padres, porque somos herederos de todo. Y el pretender ser heredero de una parte a la que previamente has considerado o definido como "la parte sana" es un ejercicio de narcisismo escandaloso. Yo quizá tengo la suerte de que mi familia, mi madre era carlista y mi padre era de la UGT ¡y en Navarra! ¿Y yo tengo que renunciar a alguno de los dos? No. Los asumo.
Asumo sus tradiciones. Y no tengo por qué situarme por encima de sus criterios. Ese narcisismo de "somos herederos de los buenos", coño... no. Quizá deberíamos preguntarnos por qué había tanta gente, por ejemplo en Inglaterra, partidaria de Franco. O por qué tanta gente decidió no intervenir. Porque esto fue un ejercicio de crueldad por parte de los dos bandos terrible. Las personas más centradas del partido socialista, de los republicanos de izquierda... después de la guerra reflexionan y piensan "cuántas bestialidades, cuántas tonterías hemos hecho porque nos creíamos más listos que ellos".
¿Somos ahora hipócritas?
Peor que hipócritas: somos narcisistas. Sí. El narcisismo es la enfermedad infantil de cualquier ideología. Insisto: somos hijos de todo. Tenemos que heredar la historia íntegra, y, sobre todo, con sus malos gustos. Todo aquello de nuestra historia que nos provoca amargura terrible es lo que deberíamos heredar y ponerlo en primer lugar; porque es lo que constituye motivos de ameritación para las nuevas generaciones. En el fondo es un ejercicio infantil.
¿Cómo adquiere la ideología un niño?
La ideología se adquiere en el lenguaje, en el lenguaje natural y espontáneo que hablamos. Pero, sobre todo, cada familia, cada persona está orientada hacia algo que considera bueno. El ser humano es humano porque se considera bien orientado. Y el que no se considera bien orientado, acaba en el psiquiátrico. El problema es que nos matamos los unos a los otros porque queremos el bien. Nadie se mata por si esto [coge un azucarillo] mide 40 o 50 cm. Lo mides y ya.
Nos matamos y además, a la luz del día, por lo que creemos bueno. Ese es el drama de la política. Si queremos ser educados y educar bien, tenemos que tener una conciencia muy clara de la fragilidad de la propia convivencia y uno de los elementos que ayudan a mantener la conciencia clara de esa fragilidad son los hundimientos y la confianza colectiva; y la guerra civil española es un hundimiento de la confianza de un país en sí mismo.
¿Qué le daría a leer a un adolescente que esté forjando su capacidad crítica?
Creo que hay una cosa que hay que leer, guste o no guste, simplemente por un ejercicio de autoformación y de ambición con uno mismo, que son los clásicos. El que pretenda desarrollar sus capacidades más altas tendrá mayor exigencia consigo mismo; el que está conforme... en el fondo, la educación no es sino una lucha permanente contra la vulgaridad que todos llamamos nativa. La lectura o la educación cultural más elevada es para que el individuo -el que es consciente de que merece la pena- luche contra su vulgaridad.
El clásico que lea da igual, en el fondo sólo se trata de lo que decía Quevedo: de escuchar al muerto con los ojos. Eso te permite entender que la cultura occidental es un diálogo permanente con la propia tradición; un diálogo que no está nunca garantizado, porque no sabes si las próximas generaciones van a querer seguir dialogando con el pasado. En la civilización occidental no hay nada sagrado, no hay ni un libro que no haya estado sometido a crítica. Lo único sagrado ha sido el diálogo.
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