"Maldigo la poesía concebida como un lujo cultural de los neutrales / maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse”. Decía Gabriel Celaya (Hernani, 1911-1991) que el poeta social es el que siente como propio lo ajeno, el que no escarba en el propio ombligo, el que “si habla de su intimidad, sólo lo hace en la medida en que esa intimidad es prototípica”. La vida de sus poemas sólo era larga, próspera y trascendente en cuanto resumía la conciencia colectiva: “El ser uno con el otro, uno en el otro, uno por y para el otro”. Celaya -pseudónimo de Rafael Múgica- contra el onanismo literario, contra el arte introspectivo, contra la pútrida exquisitez. Celaya, trinchera de la poesía como "arma cargada de futuro".
Se olvidó de sí -de su maraña privada- para darle al pueblo un poema que hubiese podido escribir él mismo. “Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan decir quienes somos”. Habló por España en el pasillo estrecho de su posguerra, en los años de lucha furiosa, de multas, de cárcel, persecuciones y penurias, los que siempre recordaría los más felices: “Entonces parecía que uno servía para algo”. Al carajo con el acto poético en sí mismo si no despliega sus brazos hacia la calle. Celaya fue un mamut, un ave en peligro de extinción, el último poeta comprometido de una época que vendió, que interesó y que aún interesa -a diferencia, por ejemplo, de Blas de Otero, a quien hoy hay que soplarle el polvo del nombre-.
Habló por España en el pasillo estrecho de su posguerra, en los años de lucha furiosa, de multas, de cárcel, persecuciones y penurias, los que siempre recordaría los más felices
Se rió de los cantautores -“qué malos son, hay que decirlo”-, sufrió a los novísimos -“esa poesía estetizante, hermética, difícil, hija del neocapitalismo incipiente”- y casi rozó el siglo XXI: “Entiendo que la poesía social agotó a la gente y que los novísimos han sido una respuesta a eso, pero con este bamboleo de la democracia habrá que hacer algo, ¿no? Su poesía ya no responde a nuestro momento”. No llegó a ver resucitar el verso popular en el que él creía; el que asomó la cabeza con más vigor a partir del movimiento 15-M.
Fiebres misteriosas
A Celaya, de pequeño, lo llamaban “cascabel”. No paraba de maquinar, de fabular. Era alegría y nervio. Quisieron echarlo del colegio y no pudieron: era el mejor de su clase. Escribía poemas y los guardaba debajo de la cama; ocultó su vocación como una revista porno, porque sabía que a su familia gris no le gustaba que tontease con las letras. Empezó a agobiarle al niño su destino medio escrito de ingeniero en la fábrica de su padre y contrajo una extraña enfermedad: “fiebres misteriosas”, las llamaba él. No sabían lo que tenía: quizá sólo desazón, hundimiento. Se le rebelaba el cuerpo contra la imposición académica, profesional, vital -aunque a los dos años se descubrió que era una solitaria, con todo lo que tiene eso de poético-.
Lo arrancaron del San Sebastián donde había pasado toda su niñez para llevarlo a “climas sedantes”. Vivió en Francia y en El Escorial. Dejó de tener amigos y pasó a ordenar sus días por la visita de la enfermera, del médico, de la pastilla y la comida. “Me costó recuperar la comunicación con el mundo: hasta los 35 años no lo logré”.
Empezó a agobiarle al niño su destino medio escrito de ingeniero en la fábrica de su padre y contrajo una extraña enfermedad. No sabían lo que tenía: quizá sólo desazón, hundimiento
Siguiendo la senda marcada, se fue a estudiar Ingeniería industrial a Madrid -mientras soñaba con Filosofía y Letras, en la que se acabó matriculando después, en secreto- y vio la luz en la Residencia de Estudiantes: allí de conversaciones con Ortega y Gasset, Unamuno, Juan Ramón Jiménez y quien se terciase. Leer a Bécquer, a Herrera, a San Juan de la Cruz. Idolatrar a Machado, beber de Sartre. Madrid sólo acentuó lo que ya sabía: que su vida iba a ser una lucha por escapar del dictamen burgués de su cuna. Lo escribiría después en No cojas la cuchara.
“No cojas la cuchara con la mano izquierda.
No pongas los codos en la mesa.
Dobla bien la servilleta.
Eso, para empezar.
Extraiga la raíz cuadrada de tres mil trescientos trece.
¿Dónde está Tanganika? ¿Qué año nació Cervantes?
Le pondré un cero en conducta si habla con su compañero.
Eso, para seguir.
¿Le parece a usted correcto que un ingeniero haga versos?
La cultura es un adorno y el negocio es el negocio.
Si sigues con esa chica, te cerraremos las puertas.
Eso, para vivir.
No seas tan loco. Sé educado. Sé correcto.
No bebas. No fumes. No tosas. No respires.
¡Ay sí, no respirar! Dar el no a todos los nos.
Y descansar: morir”.
Recordaría siempre que, al volver a San Sebastián y colocarse como ingeniero gerente en la empresita de papá, el Consejo de Administración lo reunió en el despacho para decirle que no podía ser que un hombre de su puesto escribiese versos. Que eso era una cosa “poco seria” que podía perjudicar al “crédito” de la fábrica. Fue ahí cuando dejó de firmar como Rafael Múgica para mutar en Gabriel Celaya. Fue ahí cuando inauguró una doble vida que lo torturó hasta la esquizofrenia. “Rafael Múgica era un hijo de papá; Gabriel Celaya es un hijo de sus obras. Múgica es un señorito burgués, Celaya un hombre absolutamente libre. Múgica es ingeniero industrial, Celaya un escritor. Iba a volverme loco. Entonces apareció Amparo”.
Comunista disciplinado
Amparo, Amparitxu, niña proletaria, redención hecha carne, señorita Gastón. “Salvó mi vida. Fue chiripa o destino, no sé lo que fue. Sin ella, Gabriel Celaya no existiría”, dijo el poeta en más de una ocasión.
En una entrevista A fondo (RTVE, 1978), Gabriel Celaya -frente despejada, mirada amable y retomada ya la risa de cascabel- cuenta que ella le devolvió la confianza en sí mismo, montó una editorial -Norte-, buscó suscriptores, lo sacó de la fábrica y lo llevó a Madrid, lo emancipó de su vida anterior y le dio su amor para siempre. Hablaba de ella y se le caía la baba. Amparo le prestó una lente nueva, lo hizo social, le invitó a pasar hasta la cocina de su casa obrera.
Me presenté a candidato para el Congreso en las elecciones del 15 de junio. Sólo puse una condición: no me pongáis el primero, no sea que salga
Es en 1947 cuando el Partido Comunista francés se fija en Celaya y lo alista para su causa. “Hasta me presenté a candidato para el Congreso en las elecciones del 15 de junio. Eso demuestra que los comunistas somos muy disciplinados”, reía. “Sólo puse una condición: no me pongáis el primero, ponedme el tercero, no sea que salga y me pase como al pobre Alberti”. Llegaron las colaboraciones poéticas con Amparo, que eran versos escritos “jugando” en la playa y en los bares. Poesía de servilleta: poesía social, claro. Y las publicaciones en México (El diamante) y en Argentina (Poesía urgente), ahogadas aquí por la censura.
Momentos felices
Celaya no se lamenta ni es patético; contradice pero no es burdo; lucha pero no pisa. “Cuando grito, no grita mi yo para / decirse. Cuando lloro, quien llora dentro de mí es / cualquiera”. El poeta se planta las gafas de pasta contra su miopía de caballo y se lee: “Hablo de cosas que supe, / pero que ya no recuerdo”. Escupe sobre la pequeña burguesía semiculta; ha dejado de pensar obsesivamente en el suicidio: “El suicidio razonable es cuando uno comprende que lo que no puede hacer es dejarse matar por la naturaleza. Si uno quiere ser dueño de su vida, se suicida. Lo decía Dostoievski: si yo me mato a mí mismo, soy Dios. El problema es que nunca encontré el momento para darme ese tiro”.
No se fue atormentado, no se creyó maldito. Habló de instantes placenteros: en Momentos felices se refiere a su pitillo entre los labios, a su alma disponible, a sus conversaciones con niños y nubes, a la belleza de los brazos desnudos y morenos de mayo. A su amada sacando jamón, anchoas, queso, dos botellas de blanco, “y yo asisto al milagro, sé que todo es fiado, y no quiero pensar si podremos pagarlo”. A sus visitas a amigos, a su libro de Neruda, a su tocadiscos rezumando Kachaturian, Mozart y Vivaldi. Sobrevive la premura de su Poesía urgente (1960) y hasta su reconocimiento oficial en forma de Premio Nacional de las Letras Españolas (1986).
Queda su “poesía para el pobre", su "poesía necesaria como el pan de cada día, como el aire que exigimos trece veces por minuto”, su “poesía-herramienta”. Su verso cargado de futuro que nos alcanza aún hoy, henchido de presente.
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