Renata Adler tiene casi 80 años y amparada en ese dato y en el cansancio anula sus entrevistas. Hace ya décadas que apareció en revistas y diarios junto a dos nombres de envergadura: Janet Malcom y Joan Didion. No es la una ni la otra y hay algo que la distingue que no es la trenza: se salió, o la sacaron, del circuito de la fama no tanto por decir lo que pensaba como por decirlo de sus hermanos.
Al fotografiarla, Richard Avedon la perfiló como ‘it girl’, es decir, en una chica con gancho, con un no-sé-qué. Ella además, escribía. Y cómo. Aquí, sin embargo, es casi una desconocida. Su obra traducida se reduce a la de sus dos novelas: Oscuridad total y Lancha rápida, ambas editadas por Sexto Piso. Pero es su trabajo como periodista y ensayista el que ha marcado su carrera.
Al fotografiarla, Richard Avedon la perfiló como ‘it girl’, es decir, en una chica con gancho, con un no-sé-qué. Ella además, escribía
Hoy está en Barcelona y mañana en Madrid hablando de su vida y de su obra en el festival Primera Persona, nombre paradójico para una periodista que siempre huyó del foco y se refugió en los hechos. Sus charlas públicas serán una buena ocasión para saber por qué una enemiga acérrima de las fuentes anónimas empleó a veces seudónimo. O porque nunca supo ni quiso hacer entrevistas.
De la reseña a la guerra
Esta estadounidense nacida en Milán en 1937 y de padres alemanes llegó hace más cinco décadas a The New Yorker. Quería corregir artículos, dedicarse al fact-checking que hizo mítica a la revista más admirada del mundo. Pero esa era entonces una tarea de hombres. Se quedó sin que nadie le dijera que iba a hacer y enseguida empezó a escribir críticas de libros.
“Prefiero reseñar acontecimientos”, dijo en cuanto probó la calle. Su primer destino fue Selma, donde centenares de activistas negros recorrieron los 87 kilómetros que les separaban de Montgomery para exigir su derecho a votar. En esa crónica ya se percibe su método: desbrozar hasta el desnudo. Lo empleó para hablar de hippies, de política y de conflictos armados. Porque entonces las mujeres no podían corregir pero ya cubrían guerras: y Adler narró la de los Seis Días, Briafa (Nigeria) o Vietnam.
Apartada
Se habla mucho de los treinta años que ha pasado fuera de la primera plana. Pero en realidad, Adler siempre se mantuvo al margen. “No es mi mundo”, le dijo al periodista Jesse Kornbluth en 1983 cuando le preguntó porque no se la veía más en los círculos de escritores. Se protegía, más que por temor, por higiene. Lo que no pudo elegir es con quién compartir empresa.
Tuvo buena relación con Hanna Arendt y admiró a mucha de la gente que pasó por The New Yorker. No fue el caso del autor de A sangre fría. “No puedo imaginar una sola cosa que un joven periodista pueda aprender de Truman Capote”. Para ella, el periodista debe centrarse en los hechos. Así lo enseña en sus clases. Hechos, hechos, hechos. Ese es su lema. Y con él es irreductible.
Fratricidios
Adler cometió dos tropelías imperdonables. Una fue escribir una reseña negativa sobre un libro de Pauline Kael, la crítica de cine estrella del New Yorker. “Fue el caso más descarado de fraticidio desde que Goneril envenenó a Regan en El rey Lear”, escribió Dwaight Garner, crítico literario del New York Times.
El otro desmán llegó en 1999 en forma de libro. Gone: The Last Days of the New Yorker, un rapapolvo a la revista en la que trabajaba y a parte de sus directivos. Pero su suicidio profesional fue lento, consciente y constante, no fruto de dos escaramuzas.
La reseña negativa de Adler sobre Kael, la crítica de cine estrella den New Yorker fue el caso más descarado de fraticidio desde que Goneril envenenó a Regan en El rey Lear
Su dedo acusador también se posó sobre Bob Woodward, uno de los reporteros que destapó el Watergate. En su reseña de The Bretheren, libro sobre las corruptelas de la Corte Suprema de EEUU que firmó Woodward junto a Scott Armstrong, Adler aseguraba que cada frase del libro debería acabar diciendo: “Si fuera verdad”.
Acusadora
A los responsables de la cadena CBS y de la revista Time los llamó “prepotentes” en dos ensayos que bien podrían servir como compendios de ética periodística. Informaciones sin contrastar y fuentes anónimas eran los puntos fuertes de sus ataques a ambos medios.
A esos asuntos ha vuelto en su último libro: After The Tall Timber, cuyos editores y ella misma reconocen que está orientado a los millenials, los jóvenes nacidos después de 1980 que la han subido de nuevo a los altares después de que The New York Review of Books reeditara sus dos novelas en 2013. Sus atrevimientos han sido calificados a veces de pataletas pero ninguno de sus críticos se ha dedicado a desmontarlos con argumentos, algo que sí ha hecho Adler cuando le ha parecido que un texto olía a mentira.
Contra los suyos también en política
“Siempre he sido republicana. En parte por convicción, en parte por curiosidad”, ha dicho una Adler que también ha arremetido contra la izquierda. En “Radicalism in Debacle: The Palmer House”, la cobertura de la convención celebrada en 1967 que debía unir a distintos grupos de izquierda, se refiere a algunos participantes como “niños aburridos” que crearon un “movimiento radical nacido de la corrupción del vocabulario de los derechos civiles.”
Sobre política, escribió un libro del que hoy se avergüenza un poco: Towards a Radical Middle. En él defiende el centro político pero en realidad, a ella lo que le atrae es la verdad. Tanto, que ni su republicanismo confeso le ha impedido nunca ponerse contra los suyos.
“Siempre he sido republicana. En parte por convicción, en parte por curiosidad”, ha dicho una Adler que también ha arremetido contra la izquierda
El caso más llamativo ocurrió en 1974, cuando el presidente del Comité de Asuntos Judiciales de la Cámara de Representantes, Peter W. Rodino, la reclamó como asesora en el impeachment de Richard Nixon. Y ahí estuvo Adler, republicana confesa y convencida escribiendo discursos que ayudarían a un demócrata a sacar a Nixon de la Casa Blanca.
Tres décadas fuera
Adler ha estado casi tres décadas fuera de la primera línea. En estos años lo único que ha publicado son dos recopilaciones de columnas y algún artículo suelto. Con este nuevo interés por ella y por su trabajo llegaron las clases, las conferencias y algún encargo. Pero ni siquiera ha aprovechado para refugiarse en la ficción, ese lugar en el que asegura decir cosas que como periodista no se permite.
Muchos de sus textos tienen a ratos ecos de filípica repelente, pero ningún periodista debería obviarlos. Tampoco el lector que quiera saber cómo se construye la realidad que explican los diarios. “Un medio debe ir un pasito por delante de sus lectores, no detrás. (…) Y no puede, ni siquiera debe intentarlo, anticiparse a las modas y a las tendencias.” Así se expresa en el libro en el que despedazó al New Yorker, sin duda su mejor abrigo. Y nunca más volvió a tener uno.