A lo largo de los últimos años, hemos visto cómo se ha ido desarrollando en nuestra prensa un estilo que amenaza con convertirse en canónico, si es que no lo ha hecho ya, y sobre el que tal vez resulte interesante hacer algunas observaciones. Me ha parecido oportuno acuñar el término prosa cipotuda para describirlo porque refleja bien dos de sus rasgos más sobresalientes: la virilidad y la rimbombancia. Para no dejar este análisis desprovisto de cierta precisión, querría comenzar haciendo un par de comentarios sobre el concepto de estilo.
Los estilos literarios, al contrario de lo que solemos pensar, están muy lejos de ser esos inocentes juegos combinatorios con los que dejamos marcas expresivas en un texto. Y no lo son por dos razones. En primer lugar, porque siempre delatan una ideología, sobre todo cuando, como en el caso que nos ocupa, se hace un uso tan generoso del lirismo, con las obligaciones de condensación conceptual que eso conlleva. En segundo, porque los estilos pueden servir también para poner de manifiesto la pertenencia a algún linaje literario o, cuando menos, la franca voluntad de ingresar en uno para disfrutar de las ventajas que pueda tener asociadas, ya sea en términos de prestigio o de visibilidad.
El autor que practica el estilo cipotudo vive a caballo entre la taberna y la biblioteca y ha desarrollado un mecanismo expresivo que combina viriles coloquialismos con una pirotecnia lírica
Alrededor de este estilo cipotudo se ha congregado un nutrido grupo de periodistas para el que también existe una divertida etiqueta: neocolumnismo de extremo centro. El término extremo centro hace referencia al mejunje de sentido común, costumbrismo arcaico y falsa despolitización con el que aderezan sus artículos y columnas. Por alguna razón, todos ellos creen que el espacio público está ocupado por una hermandad de moralistas macabros entre la que tienen que abrirse paso a codazos para proclamar las sencillas verdades de las que son portadores. Pretenden hacernos creer que, como señalaba Antonio Lucas en el congreso iRedes de este año, su equidistancia es una herramienta de insubordinación contra la dictadura de la moral. Este laissez-faire de baratillo es la lectura que el extremocentrismo ha hecho de eso que se ha dado en llamar el fin de las ideologías.
Aunque la poderosa influencia que el umbralismo ha ejercido sobre este grupo es evidente, no he querido entretenerme en trazar su genealogía. Lo que sí me he permitido hacer es una lista con algunos de los recursos más característicos del estilo cipotudo. En este conjunto de trucos retóricos, léxicos y semánticos está cifrada la escuálida concepción de lo literario con la que nuestros estilistas trabajan; una concepción que bien podría enunciarse en forma de ley de la siguiente manera: “si hay muchas metáforas, es poesía”. Obviamente, el listado de rasgos que sugiero no puede ser más que orientativo. Al lector le encomiendo la tarea de completarlo. Muchas de las ideas que componen el armazón conceptual de este texto proceden del libro Estilo rico, estilo pobre de Luis Magrinyà, con quien tengo una deuda que no me gustaría dejar sin reconocer.
Alrededor de este estilo cipotudo se ha congregado un nutrido grupo de periodistas para el que también existe una divertida etiqueta: neocolumnismo de extremo centro
Y ahora, sí: ¡acompáñenme! Les prometo todo tipo de prodigios. Habrá puñaladas hasta el mango, borrachos, suicidas, halógenos mentales y, por supuesto, mucho sexo. Especialmente de ese que prende como una mecha al primer trago.
1.- Semántica de la masculinidad: novias, bares y trincheras
Lo que a continuación voy a analizar son manifestaciones de masculinismo, no de machismo. No crean que se trata de un detalle menor. Es habitual que los estilistas cipotudos insistan —a menudo de forma histérica— en que nada hay de machista en sus textos. Y en parte tienen razón. Muchos de ellos, de hecho, han defendido abiertamente la presencia de las mujeres en el mundo del toreo. Y estoy seguro de que todos reconocerían sin vergüenza que cuando leen un libro —esos objetos sagrados en torno a los cuales ejercen su sacerdocio— pueden llorar igual que “una peluquera de extrarradio”, como diría Joaquín Sabina. Es más: tanto él como don Arturo Pérez-Reverte coinciden con Aute en que las novelas, como las canciones, hay que dirigirlas un poco al “coño de las mujeres”. (Véase el vídeo de la entrevista “Arturo Pérez-Reverte y Joaquín Sabina, a la lumbre de un tequila” El Mundo. Web. 2016). Sensibilidad femenina, como ven, no falta.
Juan Tallón, por otro lado, nos explica que una vez sintió el desengaño en un bar “muy adentro y muy caliente, como cuando te acuchillan de maravilla hasta el mango”
Podría decirse que el propósito de su masculinismo es más pedagógico que polémico, ya que el destinatario de sus diatribas no es tanto la mujer como el hombre. O, al menos, un tipo de hombre —esos “falsos delicados con cuello de piqué” de los que nos habló en una ocasión Antonio Lucas— que necesita ser espabilado, un poco como cuando en los pueblos de antaño se llevaba a Juanillo al bar de carretera para que se iniciara en la vida. Esa es, quizá, la razón por la que don Arturo Pérez-Reverte siente la necesidad de regalarle a su amigo Javier Marías una pistola en cada cumpleaños. Tal vez lo ve demasiado “británico”, “cortés” y “civilizado” y, como todos sabemos, nada hay mejor que sentir el frío metal de una Luger para endurecer cualquier sensibilidad. Así nos describe el académico-navegante la singular tradición que le une a Marías:
“Hace tiempo decidí equipar más a fondo esa zona de su vida, regalándole primero una bayoneta de Kalashnikov, luego el cuchillo de comando del SAS británico, y después el Bowie de los marines en la guerra del Pacífico. Los recibió formal y flemáticamente escandalizado, pero la satisfacción se traslucía en sus ojos y sonrisa”. (“Armando a Javier Marías”. El País, 24 de noviembre de 2014)
Hay que tener el corazón de hielo para no percibir la belleza de esta escena, aunque tampoco entendemos muy bien la razón por la que se considera de interés público.
De este mismo propósito pedagógico proceden, seguramente, la mayor parte de las metáforas militares e imágenes de violencia gratuita con las que nos encontramos en la prosa cipotuda. El cuartel es un espacio de educación masculina, igual que el bar, el club náutico y la redacción de un periódico de provincias (en la que, dicho sea de paso, siempre hay algún viejo zorro “vivo y cínico” que dice sabias perogrulladas, como en la mili). Por eso es importante que haya abundantes referencias al mundo castrense o a la peligrosidad de las armas. Así, para describir a alguien que habla con franqueza, se dice de él que ha “dejado todo dispuesto para una barricada” o que “las palabras no se le encasquillan fácilmente”. Juan Tallón, por otro lado, nos explica que una vez sintió el desengaño en un bar “muy adentro y muy caliente, como cuando te acuchillan de maravilla hasta el mango”. Un poco exagerado, ¿no? Tal vez tengamos que adentrarnos en la cargada atmósfera del bar —espacio esencial en el imaginario cipotudo— para ver si así descubrimos el porqué de tan salvajes puñaladas.
El poeta Robert Bly, principal figura del movimiento masculinista norteamericano, se quejaba de que los hombres de nuestros días ya no van a los bares para entrar en contacto con las potencias primitivas de la masculinidad. Ahora se congregan allí para “mantener conversaciones light ante una cerveza light”, de manera que todos los vínculos que establecen con otros machos “se rompen en cuanto una mujer joven entra o toca el ala del sombrero de cowboy de alguien”. Para evitar que esto ocurra, nuestros prosistas nos ofrecen desde sus artículos y columnas retratos vívidos de aquellos bares ancestrales y churretosos en los que “todos nos hemos dejado la piel”.
Lo primero que uno debe saber del bar es que, como nos recuerda Tallón, el mejor es “siempre el inesperado, ese bar mugriento que deja una huella profunda”: uno de esos en los que se sirven alcohol barato en copas sucias y en los que se busca refugio para huir de “un mundo que humea monóxidos malos”, como diría Antonio Lucas. Esto del alcoholismo, un tema que por alguna razón muchos consideran literario, ha dado lugar en nuestra prensa a un impresionante reguero de patochadas líricas acerca del número de copas de whisky que se tomó Dylan Thomas antes de morir, o sobre el espesor del charco de vómito en el que se ahogó Malcolm Lowry. Quizá sea el momento de pedir que se ponga fin a semejante tendencia. Más que nada porque hay otros temas también muy literarios (el herpes, la prostatitis, las escrófulas) sobre los que nuestros hombres de letras tienen que guardar silencio para poder seguir escribiendo sobre sus resacas o sobre las cogorzas más monumentales de la historia literaria.
La segunda cosa que hay que saber de los bares es que allí no se beben copas, ni se hacen consumiciones, ni se piden bebidas: se apuran tragos. Esos tragos pueden ser “lentos” o “largos”
La segunda cosa que hay que saber de los bares es que allí no se beben copas, ni se hacen consumiciones, ni se piden bebidas: se apuran tragos. Esos tragos pueden ser “lentos” o “largos”, y durante el tiempo que se tarda en apurarlos pueden pasar cosas asombrosas. A un tal Aquilino, del que nos habla Manuel Jabois en “Aquilino, presente”, no se le ocurre nada mejor que ponerse a “inquirir” después de terminar “su trago largo de cerveza”. Antonio Lucas, por su parte, nos informa de que Joaquín Sabina y Arturo Pérez-Reverte son como “dos cuates explorándose a tragos lentos y como sentados en el Salón Tenampa, México, Distrito Federal”.
Sin embargo, lo más habitual es que después de apurar su trago el Hombre se dedique a observar, a rememorar o a pensar en algo, preferentemente en algún “desamparo” (¡cómo no!) o en algún “desengaño amoroso”. Y aquí es donde nos vemos obligados a empezar a hablar de novias, porque en el universo cipotudo las mujeres, las copas y las resacas están íntimamente unidas, como se nos recuerda en este intercambio lleno de frescura:
Antonio Lucas: ¿Cuántas te han dejado esta semana?
Manuel Jabois: ¿Botellas o mujeres?
(“Diálogo de Manuel Jabois, Antonio Lucas y Arturo Pérez-Reverte”. Congreso iRedes. Youtube. Vídeo, 2016)
Aunque Juan Tallón afirma en su blog que él también tuvo hace cinco o seis años “una novia efímera en Vigo”, la autoridad de referencia en este asunto de los ligues y las borracheras es Manuel Jabois, que lo ha convertido en uno de los ejes narrativos de sus columnas (al menos hasta que se convirtió en analista político). En “Prescripción fuckultativa”, por ejemplo, nos invita con sanísima desenvoltura a entrar en su alcoba. Allí tenemos la suerte de asistir a uno de sus bestiales orgasmos. Primero, sin embargo, se nos ofrecen algunos detalles sobre la Ceremonia del Gran Ensamblaje:
“Traté de mover lentamente mi cuerpo hacia el otro, desplazándolo como una nave que se vaya a acoplar a la Estación Espacial Internacional, y una vez culminada la empresa se desató una espiral de locura y depravación que nos llevó a golpes por todos los rincones de la casa hasta acabar en la cama”.
Cuando apenas nos hemos repuesto de nuestra sorpresa al descubrir que el cuerpo del narrador debe moverse hacia el de la otra persona para mantener relaciones sexuales, tiene lugar por fin el Gran Bramido que, naturalmente, se nos revela entre un montón de divertidos símiles:
“En aquella necesidad de fagocitar a mi amante como Khal Drogo, vi anunciarse el orgasmo a trechos devastadores, comiendo kilómetros a zancadas, avecinándose como un quejido de la Tierra. Y así fue como de pronto, entre bufidos grotescos, me sobrevino al cerebro un dolor violento que me desplomó sobre las sábanas”.
Aunque Juan Tallón afirma en su blog que él también tuvo hace cinco o seis años “una novia efímera en Vigo”, la autoridad de referencia en este asunto de ligues y borracheras es Manuel Jabois
La fuerza que irradia Jabois es tal que incluso las glosas que le dedican otros están escritas en el mismo estilo cipotudo que él practica. De Jabois se ha dicho, sin ir más lejos, que cuando se sienta parece un “cíclope atrapado en una sillita de jardín de infancia” y que tiene “unos incisivos separados con los que podría abrir una caja entera de botellines” Es más: cuando habla “esparce largos charcos de silencio en los que arroja palabras” y “lo hace con la falta de puntería de quien alimenta peces invisibles” (Karina Sáinz Borgo. “Manuel Jabois: «Soy un gran explotador de mis pocos recursos». Zenda, 5 de junio de 2016). ¿Se acuerdan de lo que antes decíamos sobre estilos y linajes literarios? He aquí un buen ejemplo de cómo pueden usarse los recursos estilísticos para asociarse a una determinada tradición.
2.- Machos sí, pero sensibles: del éxtasis lírico al zarpazo coloquial
El autor que practica el estilo cipotudo vive a caballo entre la taberna y la biblioteca —o, mejor, la librería de lance—. Para dejarnos a todos clara esta doble pertenencia, se ha desarrollado un astuto mecanismo expresivo que consiste, como también ha señalado Luis Magrinyà, en combinar viriles coloquialismos con una pirotecnia lírica ensordecedora. Veamos un ejemplo extraído del perfil de Leonard Cohen que Antonio Lucas elaboró para el diario El Mundo hace unos días.
“Es uno de esos hombres que no necesitan cambiar la voz de sitio para decir algo que aún alivia a los felices y a los jodidos. Sabe decir el mundo con el cansancio justo, con el callar helado que su estupor necesita (…) Desde la escritura que maneja es posible considerar mejor el patrón oro de algunos desamparos, de ciertas extrañezas (…) de anchas averías”.
En pocos sitios podemos ver con más claridad ese batiburrillo de cursilería y vigor —esa mezcla de seres jodidos, callares helados, patrones oro del desamparo y anchas averías—, que constituye la viga maestra del edificio retórico cipotudo. El mismo Lucas, a quien su compañera Carmen Rigalt describió con toda justicia como “un prestidigitador de la palabra”, ha señalado que no se fía de quienes “hacen juegos de manos con palabras” porque “siempre esconden algo”. Me parece una advertencia valiosa y animo a todos los lectores a seguirla.
Otra pieza de importancia a este respecto es el agudo estudio psicológico que Jorge Bustos dedicó a Andreas Lubitz, el copiloto alemán que estrelló un avión en marzo de 2015 para vengarse de un desengaño amoroso. “No todos”, nos cuenta escandalizado el periodista, “nos llevamos a 149 humanos con nosotros porque ella se fue y nos escuece el corazoncito, carajo”. Tras esta reflexión llena de sentimiento, tiene lugar el éxtasis lírico, gracias al cual aprendemos que la psique de Lubitz es, entre otras cosas increíbles, “el “halógeno interior de un destino implacable donde no cabe la zozobra de la conciencia”.
Pero a Bustos parece no bastarle con esta papilla de poesía y coloquialismo para expresar la enormidad del suceso que está contando, y decide incorporar como picante innovación un monólogo interior. El lector puede acceder así a la conciencia del perturbado Lubitz. Vean lo que se encuentra allí:
"Por qué tuviste que hacerlo, si yo te quería. Qué hermosos son Los Alpes desde tan cerca. En ese pueblecito podríamos pasar nuestro próximo invierno juntos, esquiando. (…) Así, así, bajamos trazando una línea tan perfecta. Los del control no saben nada, qué lástima de burócratas que renuncian a volar, volar libre, tan alto. Pero no creas que por eso te olvidaré. Iré a tu encuentro. O quizá ya no (…) El aire es un túnel pero se acerca la luz. ¡Luz, más luz! ¡Aquí viene!"
De Jabois se ha dicho que cuando se sienta parece un “cíclope atrapado en una sillita de jardín de infancia” y que tiene “unos incisivos separados con los que podría abrir una caja entera de botellines”
Decía Kingsley Amis que el problema de las novelas protagonizadas por extraterrestres superinteligentes es que estos nunca pueden serlo más que su autor. Con el monólogo interior pasa un poco lo mismo: pone de manifiesto con demasiada claridad lo reducido que es a veces el universo que habita un narrador. Por eso es un recurso que conviene usar con mucha prudencia, especialmente cuando se escribe en un periódico.
Podríamos hablar ahora del “tic metaficcional” como tercer rasgo del estilo cipotudo, pero creo que el lector ya ha recibido suficientes sobresaltos. No conviene exponerlo también a la larga lista de referencia literarias (Hemingway, Fitzgerald, Conrad…) con las que nuestros nuevos estilistas intentan construir un parnasillo privado dentro del cual se incluyen. Pero no me gustaría acabar sin transmitir algún mensaje edificante. Algo que resuma bien lo que hemos querido decir aquí a propósito de los estilos y lo literario como cliché. Así que aquí tienen esta última advertencia en forma de cita: “Si ves escrito algo muy preciosista, seguramente sea porque tampoco tengo muchas cosas que contar” (Manuel Jabois). Apréndansela bien.
Íñigo F. Lomana (Madrid, 1975) es crítico y traductor. Ha sido investigador en el Departamento de Literatura Inglesa de la Universidad Complutense de Madrid.