A Joaquín Sabina le hastía ya su propio personaje. Quiere sacudirse al canallita, al Quevedo con maneras de Bob Dylan, al exiliado en París y en Londres, al niño mimado de la Mandrágora, al rojo, al promiscuo, al poeta, al beodo. Al que militaba primero por la ceja y después por su amigo García Montero. Al del Marichalazo -como él bautizó a su ictus cerebral- y el del Pastora Soler -por el insólito pánico escénico de su última gira-. Ya venía rumiando la idea de arrancarse la costra esa del viejo calavera, del maldito pagado de sí mismo, a pesar de los terribles encantos que ese tuno trasnochado imprime en su lengua y en su literatura. La voz aguardientosa. El sempiterno cigarro entre los dedos. El orfidal y el soneto.
Lo contó hace tiempo en Yo también sé jugarme la boca (Ediciones B): “Me siento culpable de haber contribuido a mi caricatura: la de un borrachín putero metiéndose rayas”. Han pasado casi once años de esas memorias y la expiación no llega. Por eso inaugura su nuevo disco con Lo niego todo, algo más que una declaración de intenciones, casi un ajuste de cuentas consigo mismo y su larga fábula: “Se trata de cambiar la leyenda del calavera, del juglar del asfalto y el profeta del vicio, como me llamaron en un periódico de Chile, por la imagen del un tipo que llora con las películas de sobremesa los domingos por la tarde”, ha explicado el maestro.
Su nuevo trabajo cuenta con Leiva como productor y cómplice y con Benjamín Prado como letrista colaborador. Este último cuenta que su amigo “quería hacer una canción contra su propio mito, aparecer en ella como alguien que, si nunca fue del todo la persona de la que hablan cuando se refieren a él, a estas alturas tiene muy poco que ver con ella”.
Redención en vida
Son ocho años lentos sin el hombre que quiso reinventarse -dignamente- con Vinagre y rosas pero sabía, como sabe aquí hasta el apuntador, que un milagro urbano como 19 días y 500 noches sólo se obra una vez. “Lo niego todo, aquellos polvos y estos lodos, lo niego todo, incluso la verdad”, canta en el estribillo de la canción que da nombre al disco. “La leyenda del suicida, y la del bala perdida, la del santo beodo… si me cuentas mi vida, lo niego todo”. La música lo corrobora: a pesar de que hay algo aquí de juguete roto, late la sensación de que Joaquín no se está despidiendo. Busca una redención en vida. Rompe el testamento y deja las facturas a cero. Eh, aquí: otra oportunidad.
En el videoclip, Sabina convoca un cásting para buscar a actores que hagan de él. Lo intentan un Leiva con barba falsa, un Benjamín Prado con camiseta de preso y bombín; saluda Pancho Varona con su sudadera del Atleti, la hermosísima Macarena García sirve las copas en el bar del teatro. El cantautor se trata a sí mismo con desdeño, con amarga ironía.
En el tren por el que pasea, una mujer lee un periódico. El titular reza: “Joaquín Sabina, un cateto de Úbeda perdido en la Gran Vía”. Se asoma después a varias escenas de su vida: él agonizante en un hospital, él metido en líos, él inmune ante el placer -como un ciego asistiendo a un streaptease-. Es una película triste y sediciosa -a la memoria del actor fallecido Rikar Gil-. Es una súplica: ¿me dejan decidir quién soy yo?
Con todo, en una de las fotos promocionales del disco, el cuate se calza otra vez la chupa de cuero, se sube los cuellos y se retuerce contra sí mismo aspirando con pasión un pitillo. Viejas taritas del genio.