“Me gustaría vivir en ese Río de Janeiro que están pasando por la tele”, añoraban con sarcasmo muchos vecinos de Río en las redes sociales durante la retransmisión de la Gala de Apertura de los Juegos Olímpicos. La respuesta está en un tren.
A 26 paradas de la Estación Central (el Complejo Olímpico de Deodoro está a 18) hay otra Villa Olímpica. Son 26 paradas que a los vecinos de Nova Iguaçú, como a los del resto de la región de la Baixada Fluminense (los municipios que vienen después de los barrios de la zona norte de Río, la más degradada), les pillan igual de lejos que Pekín o Sidney. Esa es aproximadamente la distancia que les separa de estas Olimpiadas.
Esta Villa Olímpica, como más de una treintena por toda la ciudad de Río y la Baixada Fluminense, forman parte de un programa sociodeportivo surgido a finales de los años ochenta y principios de los noventa, directamente dirigido por el Ministerio de Deportes, en colaboración con los ayuntamientos de algunas de las principales ciudades del país. Son instalaciones polideportivas públicas, sin un patrón definido en cuanto a estructura, en las que se promueve el deporte base. Las que están en la ciudad, algunas en barrios muy conocidos para los cariocas como Mangueira, Salgueiro o Ilha do Governador, funcionan. Hay otras que son nuevas o están remodeladas, relanzadas por los Juegos Panamericanos de 2007 o estos Juegos. El resto, sobre todo las de la zona norte, con veinte años de vida, indignan a unos vecinos resignados, que viven de las sobras de un presupuesto que sabe bien hacia dónde dirigirse. Deporte solidario, lo llamaban.
En el tren de camino a Nova Iguaçú (donde se encuentra una de las Villas por la que más reclaman los vecinos) al pasar por la estación de Deodoro, donde se apean quince o veinte espectadores madrugadores, algún viajero bromeaba al respecto de una de las modalidades deportivas que allí se disputan: “La competición de tiro empezó hace mucho tiempo aquí”. Hay mucho de humor negro en la población de estos barrios, y muchos sonidos característicos. La banda sonora del viaje en tren, por ejemplo, son los cánticos de los vendedores ambulantes que cargan con su pyme de vagón en vagón. Se podría hacer la compra del mes allí mismo: cepillos de dientes, bisutería, cargadores de móvil, protectores de pantalla, carcasas, todo tipo de bebidas y de comidas, frutas, galletas, caramelos, auriculares, tarjetas de memoria y mucho más. Se llegan a contar diez vendedores al mismo tiempo en su solo vagón.
Es el otro mundo que los aficionados que están desembarcando en la ciudad desconocen, y el que los políticos ocultan y olvidan. Muy cerca del pebetero olímpico, en el recién estrenado Boulevard Olímpico que une en el centro de la ciudad la Praça Mauá y la Praça XV, unas trabajadoras del servicio de limpieza del Museo del Mañana vacilaban con ironía con unos turistas: “Qué bonito está todo, ¿verdad? ¡Vete a mi comunidad y verás!”. Y se alejaban a paso ligero, alborotadas por su atrevimiento.
Al bajar del tren y llegar a la Villa Olímpica, la sensación es de alzheimer institucional. Y de rabia. Aún hay vecinos que la utilizan, porque no les queda otra. Es una muy buena manera de entretener a sus hijos e ir formándoles al menos un poco en el deporte que más les guste. Sin embargo, las instalaciones se mueren. La pista de atletismo que una vez hubo, tiene los mismos agujeros que cualquier carretera del estado. Es sábado por la tarde y en el campo de fútbol, que ya casi no existe, una madre hace de portero ante los disparos de su hijo; las canastas, vacías, sufren el paso de las décadas y en el gimnasio polideportivo, nueve jóvenes practican tenis de mesa bajo la atenta mirada de las gradas de piedra. Unas instalaciones tan precarias ya no llaman la atención de casi nadie.
En cuanto se anunció que la antorcha olímpica pasaría por algunas de estas Villas Olímpicas, como las de Duque de Caxias o Nova Iguaçú, los vecinos aprovecharon para levantar su voz. “¿Cómo puede estar en esta situación una instalación que va a recibir la antorcha?”, protestaba uno de los asiduos a la Villa Olímpica de Duque de Caxias. “El baño es la peor parte, está muy sucio”, reclamaba la madre de uno de los niños que se ejercita en la de Nova Iguaçú.
“La secretaría municipal de deportes está a la espera de la asignación de recursos económicos federales para comenzar las reformas. Es importante destacar que el proyecto tiene coste elevado, y necesitamos abordarlo con ayuda del Gobierno Federal”, fueron alguna de las explicaciones oficiales de estos municipios.
Contemplar en los quioscos de estos barrios y municipios del extrarradio la exposición de las portadas de la prensa el día después de la fiesta en Maracanã es injusto e irreal. Nadie participa por allí. Las 'otras' Villas Olímpicas es lo único que se parece, al menos morfológicamente, al megaevento.
Los chavales que frecuentan estas gastadas instalaciones nacieron en el Río de Janeiro equivocado. Aquí no se necesita muro físico, como en la Alemania que recordaban los comentaristas brasileños en la Apertura; no hace falta ser un país pobre de África con conflictos políticos (otro punto resaltado en la ceremonia). Todo eso fluye aquí de manera natural, con una tranquilidad devastadora.