El 11 de octubre de 2001, Michael Jordan hizo tiritar de miedo a todos sus fans frente al televisor. Quien más quien menos rezaba porque Michael no se hiciera daño, no sufriera mucho, no saliera muy mal parado. Había decidido volver –revolver– más de tres años después de su último lanzamiento, ese que le había dejado sentado en un trono para siempre, y nadie quería que lo pasara mal.
Regresaba con su 23 de casi siempre, pero en un equipo menor, con el que hacía un par de años mataba el gusanillo desde los despachos: con todo que perder y muy poco que ganar. La NBA, además, ya no era la misma que él había abandonado por la puerta grande en 1998. Por aquel entonces la dominaban los Spurs de Tim Duncan y los Lakers de Kobe Bryant y Shaquille O'Neal.
Tras meses de rumores, había decidido bajar al parqué y vestirse de corto, entrenado por Doug Collins –que ya le había dirigido en los Bulls a finales de los ochenta– y acompañado en la pista por Richard Hamilton, Chris Whitney, Christian Laettner, Popeye Jones, Hubert Davis, Tyronn Lue y el decepcionante número uno del draft, Kwame Brown, entre otros.
El estado de forma de Jordan, camino de los 39 años, era la principal duda de los aficionados al baloncesto en este insospechado pero inevitable regreso a las canchas. Por eso no es casualidad el arranque del primer partido de pretemporada en Detroit. Sus primeros movimientos como jugador de Washington. Taponar en la primera jugada al pívot rival Ben Wallace, a los 17 segundos de partido, no era un mal plan.
Para encontrar el último tapón de Jordan había que remontarse hasta el tercer partido de la final de 1998, frente a Utah Jazz. Bañó de oscuridad al también pivot Greg Ostertag en el primer cuarto, cuando los de Malone, Stockton y Hornacek aún mandaban en un partido que acabarían perdiendo por 41 puntos de diferencia –los Bulls de Jordan, Pippen, Rodman y Kukoc eran muchos Bulls–.
Ambas jugadas, la de 1998 y la de 2001, fueron de estética similar. Jordan rebañaba el balón con todo el brazo, hundiendo al atacante. Plasticidad incluso defendiendo. La de 2001, eso sí, contextualizando sus dos temporadas en Washington, cuidándose como el cuarentón que era, fue más alejada del aro. Aunque quería marcar territorio pronto, ya le apetecía menos la lucha bajo los tableros –en sus años de esplendor fue capaz de fajarse, y muy bien–. Ben Wallace, el ilustre taponado, tenía 27 años y sería campeón con los Pistons en 2004. Si él fue la primera víctima de la defensa de Jordan, el peor parado en sus dos primeros aciertos en ataque, su sombra durante el primer cuarto fue Corliss Williamson.
El alero de Detroit, que también ganaría el campeonato de 2004 –como Hamilton, que fue intercambiado por Jerry Stackhouse, al que Jordan quiso a su lado–, era un viejo conocido de los aficionados al baloncesto en España, ya que había formado parte de la selección estadounidense que ganó el Mundial sub22 disputado en Castilla y León en 1993. Williamson lideraba un rocoso combinado en el que también sobresalían Eddie Jones y Wesley Person. Él era el más dicharachero y orgulloso de aquel joven grupo universitario que disputó la final ante Francia en el Pabellón Pisuerga de Valladolid. Ya era, en aquellos tiempos, la gran estrella de la Universidad de Arkansas.
De todo ese orgullo se aprovechó Jordan. De las ganas de Williamson, de las prisas por figurar entre los primeros que paraban los pies al mejor jugador de todos los tiempos. Esas precipitaciones fueron constantes en la etapa del 23 en Washington. Bastaba una finta, un engaño en el lanzamiento, para que el defensor volara muerto de ganas, pero ya fuera de posición defensiva. Ese gesto le bastó a Michael para inaugurar el marcador contra los Pistons con una cómoda suspensión. Y lo repitió para acertar por segunda vez, segundos después. Su puntería estaba intacta, y sentaba cátedra en cuanto encontraba un milímetro libre.
Michael Jordan pudo debutar en cualquier otra cancha, pero el destino le llevó a Detroit. De hecho, cuando al anunciar su regreso advirtió que se ausentaría de los dos primeros partidos de pretemporada para alcanzar el nivel necesario entrenando al margen del grupo, la NBA se le echó encima. Para esos dos primeros choques de los Wizards –el de Detroit y el posterior en Miami– ya se habían vendido todas las entradas.
Los fans le obligaron a debutar en el Palace de Auburn Hills, allí donde vivió algunas de las mayores emboscadas de su carrera, sobre todo en su primera etapa, la de antes de ganar anillos. Los Bad Boys de Chuck Daly e Isiah Thomas le tendieron todas las trampas inventadas y por inventar en el baloncesto moderno. La primera jornada del campeonato, en otro guiño del destino, le llevó al Madison Square Garden de Nueva York, otra de sus canchas preferidas.
El día del debut con los Wizards (no pudieron con los Pistons, derrota por 95-85), Jordan apenas logró anotar 8 puntos en 17 minutos, repartidos entre el comienzo del primer cuarto y el final del segundo cuarto. No pisó la pista en la segunda mitad. Tal y como él sugirió en los días previos, le faltaba rodaje. Eso sí, terminó la temporada con 22.9 puntos, 5.7 rebotes, 5.2 asistencias y 1.4 robos de balón por partido. No era Dios disfrazado de Michael Jordan, como una vez declaró Larry Bird: simplemente, aquel primer día, fue Dios disfrazado de jugador de Washington.