Zidane es un tipo que se hace querer. Siempre aparece en público hablando con naturalidad y sencillez, incluso con humildad. En los tiempos que corren, y no solo en el deporte, se agradece que alguien dé síntomas de sinceridad templada. Tanto es así que no le importa reconocer sus debilidades. Tras una breve pausa y con una sonrisa, casi excusándose, admitió estar arrepentido de no sustituir en más ocasiones a Cristiano Ronaldo. Quizá sin pretenderlo, también vino a decir que si nadie ha cargado antes con este mochuelo por qué había él de hacerlo.
Más claro habló Del Bosque unas horas después cuando señaló que ”los entrenadores somos casi esclavos de la tiranía de los jugadores, que como les cambies, ya ponen la cara larga. Incluso el público acepta que como el entrenador quite a la figura le van a echar, que dura dos días”. El seleccionador se manifestó sobre un asunto que hiere su sensibilidad y que ya ha tratado en otras ocasiones.
Las estrellas parecen tener patente de corso en este fútbol moderno en el que el negocio se confunde con el deporte y los medios equivocan a los aficionados señalando la gran ambición y profesionalidad de quienes quieren jugar siempre. Y desde luego que es una actitud ambiciosa, pero egoísta en esencia. En los deportes colectivos el equipo es lo primero y el resto debería pasar a un último plano. Pero, sobre todo, lo que no es la conducta de estos caprichosos, es profesional. Empeñarse en jugar todos los minutos para parecer más alto y más guapo revela un grado notable de inmadurez, a la par que escasa inteligencia.
Tal y como están programados hoy los calendarios es imposible dedicarse a jugar todos los partidos al más alto nivel. El Madrid el curso pasado parecía un alma en pena aún antes de llegar al ecuador de la temporada. Y el Barcelona este año se ha cortocircuitado en el momento decisivo de la Liga de Campeones. Ahora, para desgracia de los madridistas, el destino implacable ha jugado contra Cristiano.
Y como suele ocurrir, cuando lo que tiene que caer por su propio peso cae en el momento más inoportuno, los implicados censuran unas actitudes que han contribuido a crear y que no cesan de alimentar. Primero, los medios, clubs y organizadores que conceden una relevancia extraordinaria a algo que no debería dejar de ser anecdótico en un deporte de equipo, los premios individuales, bajo los que se esconde un movimiento de dinero que se reparte entre todos. Después, los aficionados, que ante esta avalancha aceptan lo que ocurre como saludable y se ponen más de parte de los jugadores que de la lógica y los entrenadores. Porque siempre quieren ver a los mejores, dicen, aunque, en ocasiones, hagan poco honor a su fama y se paseen por el campo. Eso sí, protestan cuando se lesionan en el tramo fundamental de la temporada.
Y, por último, los entrenadores, de los que casi estaría por decir que, si bien son el eslabón más débil de la cadena, tienen lo que se merecen. No sólo no hacen frente a la situación manteniendo a las estrellas en la cancha para que no se enfurruñen, sino que incluso justifican su actitud señalando sus enormes ganas de jugar al fútbol y su afán por ayudar al equipo jugando siempre.
Al menos Del Bosque y Zidane han hablado claro, aunque no creo que esto vaya a cambiar demasiado el comportamiento de las estrellas malcriadas entre todos. Si los medios los siguen ponderando, la afición aplaudiendo, el club y los entrenadores justificándolos y los organizadores cubriéndolos de premios y dinero, en definitiva, si todo el mundo te tratara como un niño mimado ¿tú qué harías?