Cuando Cop, cerca del minuto ochenta, se aproxima a lanzar el penalti que puede significar el empate del Sporting frente al Real Madrid en el Bernabéu, da igual que lo transforme o no. El Madrid está condenado por la crítica de antemano, lo mismo si el delantero croata manda el balón a la red que si Keylor detiene su lanzamiento.
Sucede que Cop manda el balón fuera y eso sirve para salvaguardar el liderato del Madrid que se lleva los tres puntos, pero a quién le importa el liderato y los puntos cuando aquí manda un sanedrín de expertos (algunos en los medios tradicionales, otros en el anonimato atomizado de las redes sociales) que dictaminan si el Madrid va al cielo o al infierno con absoluta independencia del resultado.
El Madrid de Zidane lleva treinta y un partidos sin perder y ahora mismo le saca seis puntos al segundo, pero qué importancia tiene eso cuando el pasado sábado, en medio de un aguacero como no se recuerda en Madrid, con el mazazo de Bale fuera para unos meses, con Kroos lesionado para un buen rato aún, con Marcelo en el banquillo por precaución, con Casemiro no del todo listo todavía, con Morata en la cuneta por obra y gracia de la RFEF, tenía como siempre la obligación de jugar como el Brasil del 70 y de meterle ocho o nueve a un dignísimo equipo de Primera División.
No le metió ocho ni nueve y jugó bastante mal, sobre todo en el segundo tiempo, como el propio Zidane reconocería ante la prensa, lo cual da por supuesto para volver a encender todas las alarmas que acalló el partido del Calderón, el cual fue como aquella amante imposible (y sin embargo apetecida) de Gustavo Adolfo Bécquer: un sueño, un imposible, vano fantasma de niebla y luz. Lo del Calderón no sucedió realmente, y si sucedió hagamos como haremos cuando llegue un partido normalito después de una (posible) gran victoria en el Nou Camp: sepultémoslo con paletadas de arena y olvido y volvamos a poner el contador a cero, cuando no a menos uno. ¿No fuimos capaces de hacer lo mismo con toda una Champions League, a los cinco minutos de que el marsellés la elevara al cielo de Milán?
El diluvio fue de escándalo, como decimos, y en un concurso semejante -concurso donde siempre pierde el Madrid pero en ocasiones hay ganadores individuales- no podía haber otro Mr. Camiseta Mojada que Cristiano, a quien las abdominales, con la tela pegada a la tableta, le sentaban tan bien como le sentaron los dos tempraneros goles. “Esta camiseta me sienta de puta madre”, soltó una vez Cristiano a la cara a la posteridad, y eso que aquel día no llovía. Fue además un Mr. Camiseta Mojada Edición Especial, ya que los de Concha Espina lucían una equipación reciclada con materiales recuperados del océano en solidaridad con una campaña de Adidas para la cosa medioambiental. Yo, de poder rescatar algo del océano, optaría por la Undécima y la pondría en el escritorio de alguno, o junto al micrófono de otro. De la Décima ni hablamos, que esa quedó sepultada con la Atlántida. Como no entendemos que sean posibles ni la una ni la otra, y de hecho la existencia de ambas contradice nuestro discurso de lustros de bilis, hacemos como si no existieran, y ponemos el foco donde hay que ponerlo: en la falta de fluidez del juego del Madrid en medio del aguacero de un partido bisagra entre dos choques ante sus dos grandes rivales, y con media plantilla en la enfermería, entre ellos su gran estrella del momento.
Todavía no he conseguido entender si era por la lluvia torrencial, por el material reciclado de la camiseta, o por una combinación de ambas cosas, por lo que resultaba imposible distinguir el escudo del club ni el nombre del patrocinador en la camiseta. Sin embargo, hay testimonios gráficos que demuestran que, poniendo mucha atención, y aunque de forma difuminada, el escudo seguía ahí. A mí no se me escapa el simbolismo de esta historia.
Cada vez no ya que pierde o empata, sino cada vez que por la causa que sea se abstiene de facturar un partido de ensueño, las crónicas hablan del Madrid como si el escudo lo hubiera borrado un tsunami de voluntarismo anti, como si el Madrid fuera cualquiera, como si fuese no el equipo blanco sino el equipo en blanco. Resulta que, incluso en partidos así, rascando como hacíamos con una moneda en aquellos cromos que ocultaban un posible premio (rasca y gana), topamos con el escudo al fondo. Por un momento, habíamos olvidado de quién estábamos hablando, y no lo habíamos olvidado por exigencia sino por algo muy distinto: lo habíamos olvidado por histerismo. Pero resulta, y nos estremecemos al albergar este resplandor repentino de lucidez, que hablamos de quien hablamos, y el hallazgo colmará a algunos de tanta paz interior como zozobra sembrará en otros el encontrar ese escudo semioculto.
Rasca y gana: hay premio al fondo.