Hace cien años en Río de Janeiro sucedió algo que cambió el deporte brasileño para siempre: Arnaldo Guinle fue elegido presidente del Fluminense Football Club. El dato parece inofensivo pero no lo es. Un siglo después, ahora que la fiesta olímpica ha terminado, es inevitable recordar las hazañas de todos los que pusieron su granito de arena en el olimpismo brasileño.
Guinle pertenecía a una de las familias más poderosas de la ciudad. Uno de sus mejores amigos era el joven abogado Afrânio da Costa, gran dominador, junto con varios militares, de la disciplina del tiro deportivo en Brasil.
La Vila Militar y el Revolver Club habían sido hasta entonces los espacios de referencia para los tiradores cariocas. Debido a los problemas económicos de este último centro, que había tomado el testigo de los campos del Ejército, Afrânio aprovechó el éxito de su amigo Arnaldo en Fluminense para que, dentro de su proyecto de expansión polideportiva del club incluyera una instalación para tiro. Y le convenció.
Las obras en el club social, encabezadas por el primer estadio de fútbol de Brasil, fueron avanzando y, en 1919, junto al resto de instalaciones deportivas, ya estaban listos 6 boxes de tiro. Allí comenzó a entrenar, bajo la dirección de Afrânio, la selección brasileña que representaría al país en los Juegos Olímpicos de Amberes al año siguiente –primera vez que una delegación brasileña participaría en las Olimpiadas–. La cosecha fue histórica: tres medallas. La primera, de plata, del propio Afrânio da Costa. La segunda, de oro, de Guilherme Paraense, y la tercera, el bronce logrado por el equipo de pistola libre.
Para situar al lector en espacio y tiempo, al mismo tiempo que Guinle llegaba a la presidencia de Fluminense, se grababa el que para la mayoría de los estudiosos es la primera samba de la historia: “Pelo telefone”, de Donga y Mauro de Almeida. “La sonrisa puesta, alegría en el rostro, nada de disgusto”, decía la letra. El estereotipo que acompaña siempre, para lo bueno y para lo malo, a la población brasileña. Cien años de olimpismo y un siglo de samba, lógico que los triunfos deportivos en Brasil se celebren, muchas veces, con unos pasos de baile.
Arnaldo Guinle fue inteligente, práctico y atrevido. Afrânio da Costa, que terminó siendo director de la sección de tiro de Fluminense, por aquel entonces no lo sabía, pero su amigo el presidente tenía grandes planes, y en ellos fue donde incluyó la propuesta del campo de tiro. Daniel Cohen, director del departamento de Memoria de Fluminense lo cuenta para EL ESPAÑOL, en la elegante sede central en el barrio carioca de Laranjeiras.
“En 1922 Brasil quería festejar los cien años de la Independencia del país con un gran evento. Para ello, Fluminense acogió la sede de los Juegos Olímpicos Latinoamericanos, que hoy son los Juegos Panamericanos. Fluminense organizó todo. Amplió el estadio, creó la piscina, las canchas de tenis, casi todo lo que tenemos hoy aquí.”
El departamento de Memoria del Fluminense se encarga de que las pistolas con las que Afrânio da Costa ganó la primera medalla del olimpismo brasileño estén a buen recaudo en el museo del club. Buscan la cercanía del aficionado con sus héroes. “En nuestra sede homenajeamos a algunos de nuestros deportistas más importantes. Preguinho, por ejemplo, disputó diez modalidades deportivas en el club, siendo campeón en ocho. Llegó a ser campeón nacional en dos modalidades el mismo día: por la mañana en natación y por la tarde con el primer equipo de fútbol.”
Preguinho, modelo insuperable del deporte olímpico, era hijo del escritor Coelho Neto –miembro originario de la Academia Brasileira de Letras–. Su padre le hizo socio del club antes incluso de nacer. Se retiró –de todas las disciplinas– en 1939, y entre otros hitos guarda el hecho de ser el primer brasileño en anotar un gol en la Copa del Mundo de fútbol, en 1930.
Al pasear por el campo de tiro de Fluminense con Sérgio Woolf Meinicke, actual director de la sección, se puede soñar con una época muy diferente en el deporte brasileño: antes de Maracanã, antes del furor de los Mundiales de fútbol, antes de todo, cuando los bailes de gala en el salón principal del club eran cita ineludible para la clase alta. “Cuando la familia real portuguesa se instaló en Brasil, el lugar más importante de Río de Janeiro [capital del país, por aquel entonces] era la Quinta de Boavista. Al llegar la República, todo el gobierno se trasladó al Palacio de Catete, y el club deportivo más cercano era este”, explica Woolf, mientras va enseñando recuerdos enmarcados.
“Las instalaciones de Fluminense las frecuentaban las autoridades: presidentes, senadores, ministros. Esos tiradores, de la élite carioca, compraron a la familia Guinle el terreno de las montañas junto al Palacio de Guanabara. Allí montaron en 1934 el nuevo set de tiro [el original, el de 1919, estaba situado tan solo a unos metros de allí], con el dinero de los propios tiradores, al margen del club.”
Después de un siglo, Brasil nos deja un largo camino de trabajo olímpico, incluyendo últimamente tres intentos de candidaturas previas sin suerte, que se quedaron en ciudades aspirantes: Brasilia, con mucha timidez, para el año 2000, y la propia Río de Janeiro para 2004 y 2012. La senda recorrida incluye también la lucha por el ascenso social de la población negra, con el deporte como palanca. Son pioneras de esta odisea Wanda dos Santos, Aida dos Santos y Melania Luz. Desde los años cuarenta a los años sesenta, los ejemplos de deportistas afrodescendientes se fueron repitiendo, intentando normalizar una deshonra nacional desde la época de la esclavitud.
Llegaron, poco a poco a través de las décadas, las grandes leyendas del deporte brasileño. Algunos de ellos deportistas olímpicos, como Maria Lenk, Adhemar da Silva, Oscar Schmidt, Jackie Silva, Daiane dos Santos, Gustavo Kuerten y Marta Vieira; y otros mitos que, a pesar de su grandeza, y por diversas razones, nunca compitieron en unas Olimpiadas: Ayrton Senna, Maria Esther Bueno y Pelé, son tres de los más trascendentales.
Un círculo no se cierra por casualidad. Las primeras medallas olímpicas brasileñas de la historia llegaron con el tiro, y en estos Juegos de 2016, después de décadas sin aparecer por el podio, Felipe Wu abrió el medallero brasileño con una plata en pistola de aire comprimido a 10 metros. Ahora, como entonces, la presencia de deportistas procedentes del Ejército Brasileño ha sido fundamental. 100 años tenía también el esencial y controvertido João Havelange, presidente de honor de Fluminense, fallecido en plenas Olimpiadas.
Hoy el samba “Pelo telefone” parece prehistórico, como el campo de tiro de Fluminense, como las primeras medallas de la élite brasileña. En 2016, varios metales han llegado directamente de las clases más bajas, y seguramente los jóvenes deportistas escuchen más hip hop –también negro como los primeros sambistas– que samba. Con el mismo adn brasileño, eso sí. “Los árboles se vuelven florescentes, las batucadas dominan las mentes, quien entra en la rueda lo siente”, rapea Karol Conká.
Con la clausura en Maracanã este domingo –llena de música por todas partes, por supuesto– y el colofón de los Juegos Paralímpicos, se termina la fiesta deportiva de todo un siglo. Y nadie puede adivinar el destino del deporte brasileño. Ni en qué condiciones encontraremos el legado social dentro de diez o quince años. Son las principales incógnitas de los años que se avecinan, cuando los focos que llevan dos lustros deslumbrando con exigencia a Brasil, se apaguen.