David Palomo Silvia P. Cabeza

La escuela Zanshin descansa en la calle Laurel, cerca de Embajadores (Madrid). Allí, cuatro ‘locos’ -en concreto, más de 200 personas con licencia en la federación de judo y asociados- se dan cita cada semana en una especie de garaje que hace las funciones de templo sagrado. Algunos saben japonés; otros, simplemente, se atreven con los números. Todos, sin excepción, hacen kendo, un arte marcial casi clandestino, sin audiencia, pero con estética. El uniforme, las espadas, los gestos… Todo atrae. El tatami, bendito entre correligionarios, absorbe los ojos; y el sonido, sin ambages, envuelto en el hado del pasado, acude al recuerdo de otro tiempo. Ellos, los protagonistas de esta historia, escuchan, reflexionan y controlan los impulsos bajo una careta sin rostro aparente, pero con alma. Y lo hacen con EL ESPAÑOL presente y David Celis Ares (Madrid, 1977), profesor de kendo, al mando.



El garaje está abierto, apenas hay gente dentro. Pero ese silencio, sepulcral, es sólo momentáneo. La quietud la resquebraja una canción entre estiramientos, un susurro sin memoria para el turista anónimo. Pero para los experimentados, para los que saben de kendo, es una retahíla conocida, el principio de todo. En realidad, tan sólo recitan números en japonés. Es el comienzo de su particular batalla sin heridos, de esas que sólo buscan el simulacro, la diversión. “Una agresividad controlada que busca enfocar los sentimientos en un sentido concreto”, reconoce David.

Una tarde con un maestro del kendo

David Celis Ares recibe a EL ESPAÑOL antes de que comience su clase de los jueves. No es japonés ni lo aparenta. Le gusta el shusi y le atrae la cultura nipona, pero es madrileño. Un ‘loco’ del kendo que llegó por casualidad al tatami. “Como muchos de mi época, nos gustaba Bruce Lee, pero como el kung-fu no era muy conocido, nos pusimos a hacer judo, pero yo sólo lo practiqué durante cinco o seis años”. A partir de ahí, él buscó acomodo en el aikido o el jaido -otras dos disciplinas de arte marcial-, pero se decantó por el kendo.



Desde EL ESPAÑOL le proponemos a David que nos enseñé kendo en un día. “No es posible”, nos advierte. Y después nos convence: coloca una espada en el suelo, nos corrige la postura del cuerpo y nos insta a mover los pies de un manera concreta. A nuestro lado, una adolescente sigue los mismos pasos. Repite una y otra vez el movimiento mientras a su alrededor los ‘samuráis’ del barrio de Embajadores comienzan su particular batalla. El maestro lleva razón: aprender un arte marcial no es cosa de un día ni de dos. No se trata de ponerse la careta y blandir el sable. Es mucho más, tal y como se puede observar desde la distancia.



-Pero yendo a lo concreto: ¿Qué es el kendo?



-Es muy complicado de explicar. Yo siempre digo que es una especie de esgrima japonesa, y la gente ya se imagina más o menos cómo es porque ven una espada y a unos samuráis. En realidad, es un arte marcial en el que a través del sable muestras toda tu intención y tu espíritu. En la calle no vale, pero sí a nivel psicológico. Es una forma de conocerte a ti mismo.



-¿Y en qué consiste?



-Es complicado. No es como el esgrima donde tocas y ya está. En un combate de kendo tienes que golpear a tu oponente con la parte correcta, con la energía adecuada y con una cierta coordinación en los movimientos y una postura determinada. Se pelea al mejor de tres puntos y juzgan tres árbitros. Cuando levantan la bandera de tu color, entonces es que has hecho un ipón (punto).

David Celis Ares, antes del comienzo de una clase de kendo. Dani Pozo EL ESPAÑOL



David comenzó este arte marcial cuando tenía 28 años. Pero no vive de él. Es administrativo, entrenador y osteópata, su trabajo principal y el que le da de comer. Da igual que lleve 10 años dedicado al kendo, que haya sido campeón de Madrid, subcampeón de España y tercero de Europa en el campeonato por equipos. Su tercer dan -es la gradación que se utiliza en este deporte, donde se puede aspirar como máximo al octavo dan- no le aporta ninguna cantidad monetaria. En realidad, él lo hace, simplemente, por el placer que le atribuye.



Esa pasión, alimentada durante las 10 horas que le dedica a su deporte -entre gimnasio y entrenamiento-, la transmite como maestro. Sin importar la edad, por el Zanshin pasan desde niños con 12 años a personas de más de 40. Para todas ellas hay un hueco en el kendo. “Para mí esto es como una escuela de vida. En las artes marciales -y en ésta en particular- hay un código ético muy fuerte. Aquí se empieza y se termina con respeto. Intentamos buscar esos valores que ha ido perdiendo la sociedad en estos años”.



MATERIAL DESDE 500 A 2.000 EUROS



El kendo está todavía en España en un estado germinal. No son muchos los ‘locos’ que lo practican ni sirve para ganar dinero. En cambio, en Japón, los combates se retransmiten por la televisión, con Takenouchi -el Messi del kendo-, como máximo exponente. Allí, además, es una práctica común entre policías y agentes de seguridad. No es nada extraño ver a niños con espadas ni a padres que enseñan este noble arte marcial. Es tan común como el fútbol o el baloncesto en nuestro país.



Su condición de deporte anónimo le atribuye un hado de misterio que en ocasiones se torna en dificultad. En Madrid tan solo hay cuatro escuelas donde se pueda practicar y no hay ninguna tienda donde se pueda comprar el uniforme. “Aun así, monetariamente no vale más que un iPhone”, reconoce David. Y añade: “Se puede empezar por 38 euros al mes y recomiendo hacerlo dos días por semana, para no olvidar los movimientos”. ¿Y el uniforme? “Puedes encontrarlo por 300 euros, pero uno en condiciones, para que te dure de 10 a 15 años, cuesta unos 500 euros. Ese está bien. Pero, obviamente, también te puedes gastar 2.000 euros, eso ya va en el bolsillo de cada uno”.



-¿Y compensa?



- Sí que lo hace. Por los maestros, por los compañeros, porque cuando estás fastidiado ellos te levantan. Porque cuando dices que lo vas a dejar, ellos te animan a seguir…



Por todo eso y por algunas cosas más, los golpes duelen menos. El combate llega a su fin. Las caretas dejan al descubierto los rostros cansados de estos samuráis de Embajadores. Hombres y mujeres normales, mortales con trabajo que esculpen un arte de otro siglo en la grieta del siglo XXI. Sobre el tatami ya no hay tensión; hay sonrisas. Fuera, en la calle Laurel, empieza a llover. El sol naciente tiene que esperar, pero se tatúa en los rostros de estos guerreros. Toca despedirse. Arigato, David.

Dos alumnos de kendo en pleno entrenamiento. Dani Pozo EL ESPAÑOL

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