Melbourne

Es imposible jugar mejor al tenis. En su pase a los cuartos de final del Abierto de Australia, un milagro hecho realidad, Roger Federer tiene que invocar al genio que lleva dentro para imponerse 6-7, 6-4, 6-1, 4-6 y 6-3 en 3h24m a Kei Nishikori. Con 35 años, y tras pasar seis meses alejado de las pistas, el suizo consigue su segunda victoria consecutiva ante un top-10 (suma 200 en su carrera), se cita con el inesperado Mischa Zverev (7-5, 5-7, 6-2 y 6-4 a Andy Murray) soñando con que las semifinales ya no son ninguna locura y ante todo manda un mensaje al mundo entero: aunque no vuelva a levantar un Grand Slam, aunque deje la cifra parada en 17, partidos como el que acaba de coronar le dan sentido a todo el trabajo que hay detrás de su complicado retorno al circuito a una edad en la que podría estar retirado sin ningún remordimiento porque nadie le va a discutir el título de leyenda inmortal.

“Ha sido una noche especial, sin duda. Es una de las grandes victorias de mi carrera”, dice Federer tras celebrar el triunfo con un salto incontenible, una orden directa del corazón que sigue bombeando fuerte por la emoción. “Estoy jugando mejor y mejor. Hoy, en un período largo de tiempo, tuve que recomponerme y hacer buen tenis”, recuerda. “Me sentí muy bien en el quinto set, con mucha energía. Incluso avanzado el cuarto set pensé: ‘Vale, al quinto. Vamos allá, no es problema para mí”, desvela el número 17 del mundo. “Mi cuerpo respondió”.

El genio acaba roto en sudor porque ha tenido que correr tanto como su rival (2832 metros, por los 2917 de Nishikori) y superar el desafío de las cinco mangas, una prueba de resistencia para su cuerpo después de meses viendo la competición a distancia. Federer, desconocido en el arranque (1-5 de entrada) y sobresaliente en el final (2-0 en el quinto set, una ventaja que nunca suelta), tiene una hora colosal entre el principio del segundo set y el final del tercero, donde desnuda a Nishikori con un tenis de museo, que bien podría estar expuesto en el Louvre para que cualquiera pudiese sacarle una foto.

Roger Federer en acción ante Kei Nishikori. LYNN BO BO EFE

El japonés, que si por algo se distingue es por su calma permanente, tira la raqueta al suelo en mitad del vendaval, grita mirando al cielo y saca el puño después de romper el servicio del suizo en el cuarto set. Parece imposible, pero Federer ha conseguido que Nishikori pierda los nervios, que se encienda, que incluso celebre con rabia los puntos, cuando normalmente lo hace agachando la cabeza sin mirar a los ojos del rival. Lo que le sucede, sin embargo, es una reacción completamente normal en una persona a la que están destripando con elegancia.

Poco a poco, el número cinco mundial va encajando los 83 tiros ganadores que Federer dispara desde todos lados y también desde ninguna parte, como el revés que pasa entre el poste de la red y la silla del árbitro y deja embobado a un recogepelotas que no puede entender cómo esa pelota ha ido dentro. Al suizo no le importa que Nishikori le gane el cuarto set y le lleve al quinto, donde debería decir basta porque su cuerpo no está para palizas así de largas. Él solito ha revivido al muerto, dejando pasar las oportunidades que tiene para romperle el saque en el cuarto parcial (con 2-2) y ahora está metido en un buen lío.

La quinta manga devuelve al Federer incisivo de la mitad del cruce. En un suspiro, el suizo manda 2-0 y Nishikori se duele de la cadera, con problemas para moverse. El suizo, que acaba con un impresionante 80% de puntos ganados con su primer saque (cifra que le sostiene en los momentos delicados del encuentro), gana defendiendo la vigencia de su propuesta ofensiva y grita como si fuese la primera vez que lo hace. ¿Por qué sigue jugando Federer al tenis? La respuesta está clara: para vivir más noches como esta.

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