Un cuerpo descansa en el suelo con las lágrimas a punto de salir, como no podía ser de otra manera. Es una consecuencia de 4h56m, de una guerra como pocas, uno de los mejores partidos de la última década seguro. Es Rafael Nadal derrotando 6-3, 5-7, 7-6, 6-7 y 6-4 a un brillantísimo Grigor Dimitrov, que ya está para pelear por todo. Es Rafael Nadal ganando de nuevo una semifinal de Grand Slam, aguantando a un rival indomable durante varios tramos del partido. Es Rafael Nadal llegando a su final número 21 de un grande, la primera en casi tres años (Roland Garros 2014). Es Rafael Nadal jugando su mejor tenis, el de las tardes que parecían enterradas por el ciclo natural de la vida. Es Rafael Nadal dando una lección de deseo, garra y competitividad, recompensa al trabajo duro, para que la aprenda el mundo entero. Es Rafael Nadal citándose con su pasado, que ahora vuelve a ser su presente. Bienvenido a la final del Abierto de Australia, bienvenido al paraíso y al infierno, bienvenido a un partido a muerte el próximo domingo con Roger Federer, de aroma clásico y consecuencias históricas.
Pasan cuatro horas de encuentro y se juega una quinta manga a corazón abierto. La semifinal ha visto de todo, pero acaba de entrar en el terreno de la supervivencia más primitiva. Nadal y Dimitrov están al límite, jugando de línea en línea, de lado a lado, alcanzando pelotazos inalcanzables sin que el peso del cansancio se note lo más mínimo. Ninguno de los dos puede jugar mejor, es imposible imaginarlo incluso para el mejor guionista de Hollywood. Durante la tarde, que luego se hace noche y después madrugada, los rivales han tenido luces y sombras, pero en el quinto set alcanzan el cielo de la mano, un punto álgido que es un homenaje al tenis y también al sacrificio.
Cada punto exige litros de sangre como tributo. El búlgaro ha tenido que salvar cuatro pelotas de break en ese parcial decisivo. Nadal, que sobrevive a una al principio (con 0-1), hace lo más difícil todavía: levanta un 15-40 con 3-4 que está muy cerca de costarle la derrota, porque para entonces el margen de error no existe y perder el servicio es perder el partido. El mallorquín, que es un caníbal de la pasión, le arrebata el saque a su contrario justo después (5-3) y ruge enseñando los dientes, con las fauces abiertas de par en par. Sabe que el partido ya está en su mano y que no hay milagros ni trucos ocultos. Al final, Nadal gana porque rebosa fe por los cuatro costados.
Mucho antes, la semifinal nace con una idea bien clara en cada uno de los dos oponentes. Nadal quiere aplicar su fórmula de toda la vida contra rivales con revés a una mano. El mallorquín, que en Grand Slam tiene un récord de 66 victorias y sólo ocho derrotas (¡ocho!) ante jugadores de ese perfil, busca aprovechar su derecha alta para atosigar al búlgaro, encerrándole en la esquina y rematando el punto con toda la pista abierta o llevándole al error por pura insistencia, sacando rédito de esa repetición infernal.
A Dimitrov, un talento rescatado a tiempo, le provoca escalofríos el simple hecho de imaginarse enredado en esa dinámica, avisado de lo que sucede cuando se entra en el esquema favorito de su rival. Lo suyo es intentar hacerse amigo de la iniciativa y darle la mano, explotar la combinación de sus dos golpes más decisivos (el saque y la derecha) para domar los latigazos del español y así poder tener opciones en el partido.
Al principio, Nadal defiende su pase a la final acercándose a su versión más convincente. El campeón de 14 grandes, que salva un 15-40 en su primer juego al saque del partido (conectando un segundo servicio a 170 kilómetros por hora en la primera de esas dos bolas de break), crece a toda velocidad (manda 4-1 en 21 minutos y golpea primero haciéndose con el parcial inaugural).
Es un Nadal agresivo, pero también estable. El español no juega mal ni un solo peloteo porque lee el partido con una lupa de las buenas. Antes de armar la jugada, el número nueve ya ha evaluado las consecuencias de tomar una decisión u otra. No se equivoca jamás (dos errores forzados en todo el set) y aleja a su rival del sueño de la final con un tenis alegre y decidido. Todo eso cambia en en un santiamén.
“¡Grigor Dimitrov! ¡Grigor Dimitrov!”, grita el mismo grupo de búlgaros que en 2014 provocó la desesperación de Nadal (aplaudiendo aciertos y fallos, formando un estruendo), en el partido de cuartos que el mallorquín le ganó en esta misma pista al número 15. Esos aficionados, que en realidad tienen alma de hooligan, celebran cada punto de su protegido saltando en la grada, agitando con fuerza las banderas y las bufandas de su país y poniendo a prueba los nervios del balear, que va soportando los berridos sin torcer esta vez el gesto, manteniendo la concentración todo el rato, incluso cuando vienen las curvas.
Mientras los búlgaros siguen cantando, sin que el marcador les importe para aparcar la fiesta en la que han convertido el encuentro, Daniel Vallverdú se señala el reloj con un dedo mirando desafiante a Pascal Maria, el juez de silla del encuentro. El venezolano, entrenador de Dimitrov desde el pasado verano y principal artífice de su recuperación, se está quejando al árbitro porque Nadal lleva desde el comienzo del partido sobrepasando los 20 segundos que los jugadores pueden emplear para respirar un poco entre saque y saque. El español, no es nada nuevo, suele encabezar la lista de los que más tardan en poner la bola en juego y lógicamente acaba pagando su lentitud en el encuentro con una sanción.
El warning que recibe en el segundo set (1-2 y 0-30) le saca de quicio (“¡Estaba empezando a colocarme!”, le dice al juez de silla) porque ve injusto el momento, que llegue justo ahí, en una situación tan delicada. A continuación, Nadal pierde el saque por primera vez en el partido y Dimitrov le enseña el puño. Aquí estoy, esta vez he venido a luchar y no voy a rendirme, le avisa el búlgaro con ese gesto, que luego le cuesta horrores confirmar con la bola en movimiento, de temblor en temblor.
Dos veces se pone por delante camino de empatar el partido (4-1 y 5-3) y dos veces dilapida la ocasión, entregando de nuevo su saque. Dimitrov no sabe jugar con el marcador a favor, le cuesta no ahogarse en presión, convivir con la responsabilidad y el vértigo, dos sensaciones que han hundido a muchos otros que amenazaban con llegar para comerse el planeta.
Nadal, que ha visto de todo en su carrera, juega sin el filo del comienzo, con menos profundidad y más lejos de la línea de fondo. El amor propio y las dudas de su contrario le bastan para mantenerse en el cruce, pero llega un momento en el que cualquiera acaba abriendo la puerta si el timbre no deja de sonar. Tras recuperar dos veces un break adverso, el mallorquín salva las cuatro primeras bolas de set que tiene al resto (con 4-5) y esta vez Dimitrov no se desmorona. En el siguiente turno de saque de su oponente, y tras abrochar el suyo sin pestañear, el búlgaro empata la semifinal al resto. Hecho un ovillo, de cuclillas, el aspirante proclama su vuelta al partido, que está empatado y en llamas.
Llegados a ese momento, Nadal tiene varios asuntos que solucionar. Se está desangrando con el primer saque (del 90% de puntos ganados en el primer set al 52% del segundo) y la derecha le camina a trompicones, sin hacer daño a su contrario. Mientras tanto, Dimitrov está volando, cerca de su mejor nivel de siempre, inmaculado en el golpeo y en la toma de decisiones. Cada bola que toca el búlgaro con su drive destripa las defensas del mallorquín, que contiene la hemorragia acudiendo a su revés, un tiro clave en el desenlace del partido.
Del desempate del tercer set sale con ventaja el mallorquín, aunque eso no quiere decir nada. Hasta en tres ocasiones se pone Nadal en cabeza (1-0, 3-1 y 5-4) y hasta en otras tres gestiona fatal el siguiente punto. Sin derecha y con errores, el español tiene un par de buenas noticias a las que agarrarse: los ángulos que abre con su revés le facilitan muchísimo las cosas (¡cómo se mete en la pista con ese golpe!) y a garra no le gana nadie, porque este jugador morirá siendo el dios del deseo. El tercer parcial, en consecuencia, le pertenece, pero sorprendentemente le queda muchísimo por delante, un camino que se va cerrando hasta dejarle colgando del precipicio.
Al ganar el cuarto set en otro tie-break, volviendo a empatar el duelo, queda claro que este Dimitrov ya no es Baby Federer, ni un proyecto indefinido de número uno, el juguete roto de los dos últimos años. El búlgaro está para cosas importantes, y a poco que mantenga el nivel (lo más complicado) va a lograrlas seguro. Su azotea ya no es un inconveniente, y la prueba está en todas las bofetadas que va encajando sin rendirse, su tolerancia a los vaivenes del partido, que no queda empañada por la derrota final en un quinto set al que resiste con solidez y un tenis de ataque fabuloso.
Cuando Rod Laver se pone en pie para marcharse del palco de autoridades ya es una realidad: a los 30 años, y tras mil sinsabores, Nadal está a una victoria de convertirse en el primer jugador de la Era Abierta (desde 1969) que repite título en los cuatro grandes.