El Cultural

Dama oscura

17 enero, 2002 01:00

El escritor con Marina Castaño

En la muerte de Camilo José Cela

De forma un poco sorprendente, pese a lo prestigioso y prolongado de su obra, mucha de ella narrativa, Camilo José Cela fue adaptado al cine pocas veces y de forma tardía, pero con una voluntad de hacer algo importante que revela el respeto de productores y directores a los originales.

La muerte ha debido de llegar de puntillas y coger al escritor desprevenido. Dicen que las almas despistadas no se dan cuenta de que mueren, se escapan del cuerpo sin ruido ni violencia y continúan su jornada cotidiana. Quizás, hoy, un Cela desencarnado e invisible se siente aún delante de su mesa, preparando su cosecha de palabras, desperezándose en zapatillas, rascándose el espíritu con parsimonia.

Siempre sorprende que la gente muera y que su voz permanezca con esa nitidez, inexpugnable, poderosa. Apurada por el tiempo, releo rápidamente mis libros celianos favoritos: Pascual Duarte, La Alcarria, La Colmena. El siempre será para mí aquel viajero bisoño y taciturno que contemplaba las cosas furtivamente primero, desatada, comprometidamente después.

Recuerdo, entre otras cosas, aquel encuentro de jóvenes escritores de Iria Flavia en el año 1998. Es verdad que apenas lo vimos. él ya estaba mayor. Pero sobre todo, después de tres días de disquisiciones pajoleras de los jóvenes tontitos que nosotros éramos, recuerdo la fuerza inaudita de sus palabras el día de clausura. "El escritor ha de ser siempre un francotirador. Estamos para siempre contra el mundo". El supo llevar esta máxima hasta sus últimas consecuencias, a veces disparatadas. Fue el francotirador, el que decía lo indecible, el personaje políticamente incorrecto, a menudo absurdo y hosco.

Aunaba siempre lo imposible: la sensibilidad y la brutalidad, eso que es el mundo, eso que el mundo nos depara. Como escritor, supo retratar mejor que nadie ese hilo de horror y de belleza que peina el mundo, que corroe las almas, que hace que la vida sea un sumidero fascinador y cruel.

Hablar de las mujeres en la obra de Cela resulta difícil. Cela es un autor que juega a despistar, que se divierte combinando bronquedad y dulzura. Curiosamente, y a pesar de todo, si existe una escritura femenina en la que el sujeto y el objeto sean uno, Cela es un escritor hembra, una voz lasciva y metafísica, de la mejor estirpe de poetas. Femeninos son los enigmas de la vida, y la muerte es una señora alta y reservada, a quien debemos ir a buscar por las carreteras, por los puentes, por los sanatorios, por los caminos.

Viaje a la Alcarria y la Colmena son libros femeninos, pudorosos y fieros, de una sobriedad henchida de ternura. Y es que la feminidad de Cela está embozada de reserva tosca. Siempre fue virilmente contenido, como su maestro Baroja, y al mismo tiempo se le escapaba esa mirada como un pájaro huidizo que se posa sobre los tullidos, los niños y las mujeres con tibieza callada y emotiva.

Escenas rurales, abejas libando entre las flores, perros abandonados y gatos merodeadores, luces y sensaciones táctiles, el erotismo de campesinas que lavan la ropa, dos perros que se aman violentamente bajo un sol erizado, y un buey que bebe en una fuente. La gracia de las hermanas Elena y María. La criada Merceditas ("Para servirle. Me dicen Merche"). Mujeres variopintas, parlanchinas y audaces, deslenguadas o ausentes, en el dédalo de las posadas, los campos, los caminos, mujeres con niños, en un mundo bestial de buhoneros y de idiotas. Recurrencia de niños desamparados y animales heridos en una paisaje que se quiere metáfora del vacío metafísico del mundo, espanto y dulzor, colorido y lamento lastimero. Criadas que cantan alborotadas y la soledad del viajero solo, exterior pero dentro tan dentro del mundo, que el mundo entero duele.

La mujer es siempre para Cela, misterio sensual, y al mismo tiempo la bisagra por la que el mundo se desploma. La mujer aglutina en ella toda la tersura nigromante de la carne y al mismo tiempo toda la terrible sinrazón de la existencia. La carne es, para Cela, metáfora de nuestro penar aquí abajo. Impera el sexo desatado en las novelas gallegas, con sus "bárbaras" campesinas y brujas, sus mujeres de mar, fuertes y salvajes: la maternidad viene a menudo unida a la fiereza. Y la mujer es siempre señal de perdición. 

No es casualidad que Pascual Duarte empiece a hundirse tras desvirgar a su novia Lola junto a la sepultura de su hermano (una luna de miel que tiene un final sangriento, el primer hijo es un aborto, el segundo muere a los doce meses de un mal aire). El sujeto masculino se ve siempre ahogado por la terrible incomprensión de las mujeres. Las madres abrumadoras, dominantes, impermeables instrumentos del dolor. (La mujer y la madre de Pascual, colmándolo de reproches, lo consagran como asesino y parricida).

Pero Pascual se debatirá hasta el final entre la brutalidad y un idealismo contrariado. Su historia es la de un hombre bueno ("Yo, señor, no soy malo, aunque no faltarían motivos para serlo") incapaz de abrirse camino a través de cenagales más que a golpes.

Las putas por amor, las violadas, los niños descarriados o lisiados. Toda la irrenunciable mezquindad de lo terreno se expresan a través del honor desbaratado, del holocausto del ser primigenio y puro -la madre, la novia, la vecina- mancillados por el hambre y la lujuria.

Pero quizás el personaje más arrebatador de la narrativa de Camilo José Cela sea su Mrs Cadwell, viejecita inglesa. (¿recuerdo de las tías hadas de Iria Flavia?), imagen de la madre dominadora, enamorada de su hijo Eliacim, dulce madre mundo, profundidad acuosa del amor y de la muerte, carne destinada al féretro, que inunda con su apasionamiento palabrero las páginas más innovadoras de la literatura de postguerra.

Ahora que Cela y Mrs Cadwell se codean en el nimbo de los justos, recordemos que su obra puso cerco a la impiedad del mundo, y rescató para nosotros los milagros que a veces -muchas veces- destila, un rayo de sol en la meseta, el canto de un arriero enamorado, la mirada obtusa de una putita en un prostíbulo de Fuencarral, con ese flujo de palabras egregias y mal sonantes, llenas de destellos de alma en un momento en que el alma no existía. Porque Cela, el viajero, quiso sondear el milagro entre los despojos de nuestro aliento. Y peleó sin tregua con las mañanas gemelas y los días que terminan y nos trajo del fondo de la ciénaga, un revoltijo de escombros mezclados con diamantes.

"Con frecuencia pude hacer más veces lo que quise que lo que me dejaban hacer; todo es cuestión de aferrarse a una idea o a un sentimiento y no cejar ni un solo instante en el firme propósito de no abrir la mano jamás", afirmaba en Memorias, entendimientos y voluntades.

Descanse el paz el hombre huraño, malhablado, bueno, impertinente y saleroso, el hombre que amó la vida y la literatura sobre todas las cosas, que fue joven y francotirador siempre.

Porque ahora reposa al fin en brazos de su amada, la Palabra, esa mujer que es luz y oscuridad, que se esconde del que la busca, que es novela hermosa de novelas y dignidad oscura.

Blanca Riestra

Leer otros capítulos

1. Qué sola la mañana...
2. El latido del aire
3. Aquellos años cuarenta
4. Papeles de un erudito
5. La voz tras la mordaza
6. El testigo de Arrabal
7. De muchos y de buenos amigos
8. El Nobel, para uno de Padrón
9. El escritor y su personaje
10. El narrador: cómo se hace una novela
11. También era un poeta
12. El escritor oficial, el poeta auténtico
13. En el corazón de la novedad
14. Tres obras y dos versiones
15. Un canto a la supervivencia
16. Al cine desde el respeto
17. Galicia de ida y vuelta
18. Cautivos en la isla
19. Vuelta a La Alcarria
20. Dama oscura
21. La casa de la Vida
22. Profesor de energía