El Cultural

El escritor oficial, el poeta auténtico

17 enero, 2002 01:00

En la muerte de Camilo José Cela

Cela no era lo que suele llamarse "un poeta", pero la poesía le era menos ajena que afín. La veía -creo- a una cierta distancia y con más desconfianza que desdén. En su juventud la había cultivado y hasta se podría decir que en ella hizo su primera etapa que fue -y él lo sabía- menos a caballo que a pie. A caballo fue su paso por las oriflamas de los ismos, que a él le interesaron no en lo que tenían de reflexión teórica sino en lo que suponían de postura extremada y de exageración. Cela en realidad fue un expresionista que, trasnochando a veces en los últimos bares de un ya periclitado gongorismo, se sentía atraído por el mundo de ensoñaciones tragimágicas que suele haber en el transfondo más oscuro de lo surreal.

En un volumen escolar atropellado de notas a pie de página, conoció mi adolescencia la obra de Camilo José Cela. Se trataba, por supuesto, de La familia de Pascual Duarte, libro que formaba parte de la delgada tropa de obras que nos hicieron leer en el Instituto. Alineados a su lado se erguían El Lazarillo, La Celestina, El sí de las niñas, La Fontana de Oro y Sonata de Otoño. Por tanto, Cela era para los de mi generación, un clásico: alguien cuya obra se estudia en clase. Por tanto, estaba muerto. A potenciar esa certeza contribuía las apariciones del escritor en medios de comunicación, queriendo aparentar gamberrismo (que si era capaz de tragar por el ano dos litros de agua de una sentada, que si no se qué, que si no se cuantos) y consiguiendo en cambio parecernos demasiado cutre para ser interesante. La literatura importante que empezábamos a descubrir por nuestra cuenta había que buscarla en otra parte, en los libros de bolsillo donde Borges inventaba extraordinarias geografías, en los tomos blancos donde Bukowski hacía cruda poesía con sus borracheras y sus carreras de caballos, en un ansiado ejemplar en el que el Conde de Lautreamont nos susurraba con su voz flamante de maldito que el Mal era encantador y tan elegante.

La presencia constante de Cela en los medios, en el programa de estudios, en los artículos de reseñistas cansados de hacer elogios poco convincentes, en las recomendaciones de profesores que no sólo ignoraban a Lautreamont sino que también nos reprochaban que buscásemos literatura por nuestra cuenta, nos alejaba de Cela: aprendimos las cuatro cosas que querían que aprendiésemos -el tremendismo que puso en órbita su Pascual Duarte, la narración coral que empleó en La Colmena, la indagación en la tradición picaresca con que pretendió renovarla- y después de soltarlas en un examen las olvidamos minuciosamente. Todo ello lleva a considerar que no puede hacérsele peor favor a una obra que domesticarla con lecciones académicas: recientemente se le ha destinado ese infierno a El guardián en el centeno de Salinger, novela que durante mucho tiempo fue considerada por las autoridades sanitarias../../../es como perjudicial para los muchachos, por lo que esa mera consideración aumentaba el atractivo de la obra: si no quieren que la lea será porque debo leerla. Sólo así fue ganando la novela de Salinger tantos adeptos. Ahora, como lectura obligatoria y dirigida por un profesor, su encanto quedará mermado, su fuerza abatida.

Siendo el escritor oficial de este país, el único, o casi, escritor que conocían quienes nunca habían leído un libro, alguien al que los taxistas utilizaban como criterio de autoridad y al que imitaban los patéticos humoristas de las noches de los sábados, ¿cómo iba a hacer una literatura que nos arrebatase? Hubo de pasar algún tiempo para que uno pudiese hacer una lectura exenta de prejuicios de la obra de Cela. En mi caso, ayudó a ello la versión fílmica de La Colmena dirigida por Mario Camus. La coincidencia de que se pusiera a la venta en kioscos y en feos ejemplares verdes que se pretendían lujosos la obra completa de Cela en decenas de volúmenes, me arrimó de nuevo a ese mundo atiborrado de personajes con nombres estrafalarios (muchas veces lo único que tenían de estrafalario era el nombre), y brochazos de poesía aquí o allá. Descubrí en alguno de esos volúmenes a un autor que, si bien no me parecía tan esencial como querían los reseñistas oficiales del momento, tampoco se merecía el desdén adolescente con el que lo habíamos castigado. Pascual Duarte me impresionó entonces, tan medido, tan tremendo, en efecto, tan tallado en prosa suficiente. La Colmena también, gema de un tipo de novela, la novela documental, que luego ha tenido partidarios excesivos y mucho más torpes que Cela.

Pero las obras que entonces me hicieron ver que Cela era autor que, no conforme con sus éxitos, tenía el valor de arriesgar -hasta el punto de que no fuera infrecuente el batacazo- y jugársela en experimentos de índole poético, fueron Pabellón de Reposo y San Camilo, 1936. Debo reconocer que a ayudarme a valorar la segunda, sirvió extraordinariamente un prólogo escrito por Pere Gimferrer, cuyo libro Los Raros fue para mí guía imprescindible de excéntricos y marginales. Si alguien como Gimferrer atendía a la obra de Cela, no podía ser por más razón que la obra de Cela merecía atención. Es San Camilo, 1936 una novela rara, compacta, antipática incluso, pero hay en ella brotes de un lirismo que no por tremendista es menos verdadero, imágenes tan desosegadoras y memorables que por sí solas justifican una obra literaria.

No tiene discusión que Cela deja huella importante en la narrativa española que le ha sucedido: no sólo tiñó con su influencia buena parte de la novela de posguerra, sino que también han aprehendido sus lecciones autores jóvenes que, adaptándolas al presente en curso, han sabido explorar éstas para realizar nuevas novelas documentales. Si bien muy a menudo su lirismo se nos presenta como de cartón piedra, demasiado atento a las engañifas de la bonitura y el retoricismo ahogado de grandilocuencia, no es raro el zarpazo metafórico que deslumbra. Su última novela, Madera de Boj, sospechosamente saludada de manera unánime como una obra maestra, puede servir de ejemplo suficiente de sus virtudes y sus vicios: ahí, casi prescindiendo de la sustancia narrativa, la prosa de Cela se entrega a constantes fuegos de artificio, y ya se sabe lo que pasa con éstos: primero sorprenden en la laboriosa confección de imágenes que iluminan la noche, pero luego tanta cohetería acaba molestando a los tímpanos, lo que no obsta para que algunas imágenes se queden pegadas a una pared del cerebro durante mucho tiempo.

Y esa, al fin y al cabo, es la labor de todo poeta auténtico.

Leer otros capítulos

1. Qué sola la mañana...
2. El latido del aire
3. Aquellos años cuarenta
4. Papeles de un erudito
5. La voz tras la mordaza
6. El testigo de Arrabal
7. De muchos y de buenos amigos
8. El Nobel, para uno de Padrón
9. El escritor y su personaje
10. El narrador: cómo se hace una novela
11. También era un poeta
12. El escritor oficial, el poeta auténtico
13. En el corazón de la novedad
14. Tres obras y dos versiones
15. Un canto a la supervivencia
16. Al cine desde el respeto
17. Galicia de ida y vuelta
18. Cautivos en la isla
19. Vuelta a La Alcarria
20. Dama oscura
21. La casa de la Vida
22. Profesor de energía