El Cultural

El narrador: cómo se hace una novela

17 enero, 2002 01:00

En la muerte de Camilo José Cela

Cela no era lo que suele llamarse "un poeta", pero la poesía le era menos ajena que afín. La veía -creo- a una cierta distancia y con más desconfianza que desdén. En su juventud la había cultivado y hasta se podría decir que en ella hizo su primera etapa que fue -y él lo sabía- menos a caballo que a pie. A caballo fue su paso por las oriflamas de los ismos, que a él le interesaron no en lo que tenían de reflexión teórica sino en lo que suponían de postura extremada y de exageración. Cela en realidad fue un expresionista que, trasnochando a veces en los últimos bares de un ya periclitado gongorismo, se sentía atraído por el mundo de ensoñaciones tragimágicas que suele haber en el transfondo más oscuro de lo surreal.

Los rasgos que caracterizan a Cela como narrador se van formando mediante los tanteos de las primeras novelas, en las que se repiten y afianzan los hallazgos iniciales en busca de una manera propia y, a la vez, flexible. Los primeros recursos, aquellos sobre los que se erige la técnica narrativa posterior, son de naturaleza libresca y tienen ilustres antecedentes que revelan con claridad cuál es la formación literaria primera del escritor y cuáles sus modelos. En La familia de Pascual Duarte, la construcción del relato es muy significativa. El autor se presenta como simple transcriptor de unos documentos que han llegado a sus manos y que Pascual Duarte escribió en la cárcel poco antes de ser ejecutado. Este artificio constructivo -el del "manuscrito encontrado"- tiene antigua estirpe. Lo utilizó ya genialmente Cervantes, y luego, en distintas ocasiones, novelistas más cercanos en el tiempo a Cela, como Galdós o Baroja. Otro aspecto destacable es que, planteadas así las cosas, el núcleo narrativo de Pascual Duarte está constituido por la larga carta que el personaje escribe y que es una confesión: a punto de ser ejecutado, Pascual narra su vida por escrito como único medio de justificar qué desdichadas circunstancias lo han conducido hasta la situación actual. También este recurso es de estirpe clásica. El modelo está en el Lazarillo de Tormes, concebido como una carta que Lázaro dirige a un alto personaje y en la que narra su vida pasada para explicar su actual estado, que él cree la "cumbre de toda buena fortuna" y que consiste, en realidad, en haber alcanzado el cargo de pregonero en Toledo gracias a la ayuda de un dignatario eclesiástico que mantiene relaciones ilícitas con la propia mujer de Lázaro. También la carta de Pascual Duarte tiene un destinatario explícito, que se nombra: el señor don Joaquín Barrera López, de Mérida. Por eso el relato está salpicado de fórmulas apelativas que recuerdan al lector el carácter epistolar del texto: "De estas tres mujeres, ninguna, créame usted, ninguna..." O bien: "Fue la lucha más tremenda que usted se pueda imaginar". Pero, además, la novela incluye un fragmento del supuesto testamento ológrafo de don Joaquín Barrera López, poseedor del manuscrito, en el que se ordena que éste "sea dado a las llamas sin leerlo y sin demora alguna, por disolvente y contrario a las buenas costumbres".

En realidad, lo que sucede es que la novela ofrece, pues, varios textos de manos distintas, o, lo que viene a ser lo mismo, diferentes perspectivas. La de Pascual no coincide con la esbozada por el transcriptor ni con la del destinatario de la confesión. Son tres visiones diferentes entre las cuales, además se escapa y queda fuera del texto la narración del delito más importante de Pascual, el asesinato que le valdrá el patíbulo y que el lector debe deducir atando cabos, es decir, añadiendo a las otras su propia perspectiva. Este afán de fragmentar la historia narrada repartiéndola entre diversos puntos de vista informará muchas de las novelas posteriores. En la primera de ellas, Pabellón de reposo (1944), Cela introduce al lector, frente al dinamismo de la obra anterior, en el mundo moroso y estático de un sanatorio antituberculoso. La narración está constituida por fragmentos de cartas y diarios que escriben los enfermos aislados en el establecimiento. Porque también aquí el novelista se presenta como mero transcriptor de escritos ajenos. Se repite, aunque con mayor complejidad, la técnica constructiva de agrupar y yuxtaponer textos diferentes. En realidad, los fragmentos transcritos funcionan en la novela como verdaderos monólogos interiores que sirven para caracterizar a los personajes. El problema técnico consistía precisamente en la identificación de las distintas voces anónimas, porque nadie, al componer un diario, escribe su nombre, y el narrador pretende ejercer únicamente la función de transcriptor fiel. La solución consiste en reiterar ideas, obsesiones y, sobre todo, fórmulas expresivas singulares que permitan al lector atento reconocer al autor de un texto cuando ya se ha manifestado antes. Si en la primera parte, por ejemplo, un enfermo evoca "aquellos besos que tú y yo nos dábamos sentados al pie del árbol de tu jardín", en un fragmento de la segunda parte es indudablemente el mismo personaje el que escribe: "El primer día, ¿te acuerdas?, fue al pie de aquel viejo manzano de casa de tus padres..." Que este desafío constructivo no ha perdido actualidad lo acreditan los monólogos de las monjas anónimas del hospital en una novela como El corazón inmóvil (1995), de Luciano G. Egido, cuya identificación debe resolver el lector de modo similar al de Pabellón de reposo.

A pesar de las apariencias, Pabellón de reposo no es obra muy diferente de Pascual Duarte, sino que constituye más bien su complemento natural y casi su lógica derivación en cuanto construcción narrativa basada en el "manuscrito encontrado" y la incorporación de voces y perspectivas diferentes que, sin embargo, dejan fuera, meramente sugeridas o insinuadas para que el lector las complete, algunas partes de la historia. Funcionalmente, pues, la analogía es palmaria.

Hay que recordar el ensayo de estas técnicas narrativas al leer La colmena (1951), que, a pesar de su apariencia radicalmente distinta, incorpora ya algunas fórmulas ensayadas antes; fundamentalmente, la fragmentación de la historia y la multiplicación de perspectivas, aquí cuidadísima hasta el punto de presentar a veces una misma escena en momentos diferentes y vista desde ángulos o personajes distintos, como sucede con la expulsión de Martín Marco del café de doña Rosa en el capítulo inicial de la novela. En este sentido es un guiño irónico la primera frase de la obra, dicha por la dueña del café: "No perdamos la perspectiva, yo ya estoy hasta de decirlo, es lo único importante". Al comienzo de un relato que se caracterizará por la agrupación de perspectivas, no es posible pasar por alto la burlona admonición. También en La colmena hay muchas historias que permanecen semiocultas, sin desarrollo, aguardando la colaboración del lector, necesaria también para descubrir el sutil entramado de relaciones que enlaza a unos personajes con otros. No se trata ya, como en Pabellón de reposo, de identificar y singularizar a cada uno de ellos, sino de captar qué nexos subterráneos los convierten en una colectividad unitaria, por encima de sus bien marcadas diferencias.

Pero Cela nunca se ha conformado con un logro. Ha sentido siempre la insatisfacción necesaria para plantearse otros retos y emprender caminos nuevos. En 1953, Mrs. Caldwell habla con su hijo se presentaba como una ruptura frente a todo lo anterior. A diferencia de la multiplicidad de personajes de Pabellón de reposo, del Nuevo Lazarillo o de La colmena, ahora el lector asistía al monólogo de un solo personaje: el hermético y obsesivo soliloquio con abundantes implicaciones freudianas que Mrs. Caldwell dirige a Eliacim, su hijo muerto en algún lugar del Bósforo. Sin embargo, monólogo era la carta de Pascual Duarte, y también los fragmentos escritos por los enfermos de Pabellón de reposo. Más aún: en Mrs. Caldwell Cela vuelve a utilizar el recurso del manuscrito ajeno, al presentarse como transcriptor de los papeles redactados por la dama inglesa. Por si fuera poco, también aquí el meollo de la historia se encuentra aludido, señalado mediante sutiles pistas que el lector debe seguir y analizar si desea entender el sentido de la narración. El descoyuntamiento del discurso, las extrañas asociaciones que invaden el discurrir del monólogo de Mrs. Cadwell se explican porque el lenguaje es aquí un elemento de ocultación. Aunque tal vez ni ella misma lo sospeche, las evocaciones cada vez más delirantes de la atribulada madre dejan entrever un amor incestuoso por su hijo. Y existe algo más, que es una absoluta novedad en la narrativa española: el discurso de Mrs. Caldwell parece incoherente _-aunque sea producto de una meditadísima construcción-- porque, a fin de cuentas, emana de una mente perturbada. Como el monólogo ininteligible de Benji en El ruido y la furia, de William Faulkner, Cela ha transformado en novela la metáfora de Shakespeare cuando Macbeth define la vida como "A tale/ told by and idiot, full of sound and fury/ signifyng nothing". He aquí la primera conversión narrativa en español de la conocida y rotunda imagen.Como es fácil advertir, la historia e incluso la superficie de los relatos pueden ser sumamente variados, pero los procedimientos constructivos obedecen a idénticos principios generales. La técnica del monólogo llegará a su culminación en San Camilo 1936 (1969), donde se añade, de acuerdo con tendencias muy modernas, la segunda persona narrativa.

La fragmentación del relato en secuencias, al modo de La colmena, reaparecerá en La catira (1955) o en Mazurca para dos muertos (1983); la experimentación que llega a la ruptura de cualquier molde narrativo tradicional se da en Oficio de tinieblas 5 (1973) o en Cristo versus Arizona (1988). Pero el ánimo arriesgado y experimentador está en todo Cela. Hoy nos parecen tradicionales y poco innovadoras Pascual Duarte o La colmena, pero lo fueron en su momento, en medio de una balsa de conformismo narrativo donde cualquier intento de innovar parecía condenado al fracaso. Y Cela, que se ha mantenido fiel a los procedimientos constructivos empleados en sus primeras obras, ha conservado también hasta el final otra fidelidad indeclinable: la de su compromiso personal con la búsqueda de caminos nuevos, con la experimentación incesante, con el placer de bucear por los fondos procelosos del mar de la literatura, lleno de peligros amenazadores y también, de vez en cuando, de riquísimas perlas.

Leer otros capítulos

1. Qué sola la mañana...
2. El latido del aire
3. Aquellos años cuarenta
4. Papeles de un erudito
5. La voz tras la mordaza
6. El testigo de Arrabal
7. De muchos y de buenos amigos
8. El Nobel, para uno de Padrón
9. El escritor y su personaje
10. El narrador: cómo se hace una novela
11. También era un poeta
12. El escritor oficial, el poeta auténtico
13. En el corazón de la novedad
14. Tres obras y dos versiones
15. Un canto a la supervivencia
16. Al cine desde el respeto
17. Galicia de ida y vuelta
18. Cautivos en la isla
19. Vuelta a La Alcarria
20. Dama oscura
21. La casa de la Vida
22. Profesor de energía

Es ya mi sueño un sueño de ceniceros agrios;

Castrados calendarios o relojes sin cuerda;

Ojos desorbitados hacia amadores perros;

Siluetas en negro; señoritas amargas

Con las medias caídas y corsé de ballenas;

Libros sucios de huellas dactilares de enfermos;

Misivas azuladas y un timbre que nos parta...

Es muy triste mi sueño que ni siquiera es sueño.

Que es un cactus tragado con la tierra alevosa

Como tragan los niños pequeños de los pueblos

Los escabrosos golpes que les pegan sus madres.

Que es un cactus tragado con odio y con desprecio

En el atardecer que ardieron gargantas y abedules

Que alumbraron tan fuerte como si ardieran versos.

...