Cómic entre tinieblas
Cárcel de mujeres, de Erich von Gotha
Cíclicamente, se difunden encuestas que alertan sobre el exceso de violencia en los cómics. Y, aunque esa presencia no es ni mayor ni menor que la que las estadísticas detectan en otros medios, como el cine o la televisión, cunde la alarma porque la historieta se sigue asociando a la infancia y a los primeros estadios de la adolescencia.Los tebeos nunca vivieron de espaldas a la crueldad. Es más: en uno de sus grandes pioneros, Wilhelm Busch (1832-1908), las andanzas de sus dos pequeños revoltosos, Max y Moritz, se saldaban con el muy ejemplar castigo de que un molinero, harto de sus chanzas, los trituraba y arrojaba sus restos a los patos. El problema es que la presencia de la violencia en casi todos los cómics que hoy reconocemos como clásicos cumplía una función docente en tanto que ayudaba al niño a clarificar sus emociones y sus ansiedades, porque él intuía ya lo que más tarde descubrimos como adultos: que hay en nosotros una ambivalencia de bien y mal. Eso sí: los autores com-prendían que la realidad de esa polarización que dominaba su mente tenía que presentársele desdoblada (aquí el héroe, el bueno; aquí su antagonista, el malo). Y, aunque ese mecanismo fuese irreal, hemos sido legión las generaciones que hemos vivido ese maniqueísmo, en el que la agresividad estaba omnipresente, sin que ello derivara en algún trastorno posterior.
Hoy, en cambio, son muchos los que piensan que ese maniqueísmo, que la actual sociedad nos impone también a los adultos, no basta. Piensan que habría que presentarle al niño sólo el lado amable de la realidad, tal y como han conseguido hacer en la mayor parte de la literatura infantil, paradigma de lo peor de la corrección política (donde los monstruos son vegetarianos). Y lo que se reprime, como sabemos, siempre vuelve.
Paradójicamente, ese talante coincide en el tiempo con una crisis de la modernidad que ha llevado aparejada la sensación de que todo lo concerniente al inconsciente había sido tan severamente bloqueado que nuestro nivel de conciencia acusaba ese hueco. Y para subsanar dicha carencia hemos dado rienda suelta a la presencia de lo monstruoso en muchas de nuestras recientes creaciones. Pero lo que parecía responder a una necesidad de equilibrar nuestra pulsión libidinosa y nuestra pulsión tanática se ha acabado traduciendo en una banalización, sostenida y amplificada por los intereses comerciales, de lo que de peor hay en cada uno de nosotros. Donde ayer había un paladín del bien como modelo hoy encontramos un virtuoso del mal.
Y los cómics, en los que ese peligro de la tendencia al esquematismo ha sido siempre más omnipresente, y en los que las grandes pasiones en las que el cuerpo está implicado -como estudiara el psicólogo Serge Tisseron- han recibido siempre una puesta en escena privilegiada, han sido buenos coaligados de esta revulsión moral. Una parte importante de los tebeos está regida por la violencia y determinada por el placer, una y otro en su versión más alegóricamente caricaturesca. Y es esa caricatura, a la que algunos creadores se aferran para explicar que nunca correrá el riesgo de ser confundida con la realidad (cuando la realidad está cada vez más en entredicho), la que ha originado la desestabilización en algunos lectores que asisten con glotona monotonía a una agresividad y un erotismo generalmente banales.
Cualquier anterior tabú es reiteradamente transgredido porque, erróneamente, se considera que toda limitación vulnera los más sagrados principios de la libertad, como si se persiguiera redimir ahora todo lo inconsciente que en su momento fue reprimido. Y el inconsciente no es redimible. Se diría que todo debe ser legítimamente expresable. Y muchos cómics, como muchas películas y series de televisión, se llenan de violaciones, torturas... inclinando la balanza de civilización y barbarie hacia el segundo de los platillos.
Unos reclaman severas leyes que velen por la moralidad de las publicaciones, lo que jamás dio resultado, mientras otros buscan sus réditos en la apología de los peores instintos. Pero pocos son los que se detienen a pensar que esos cómics están reflejando una sociedad enferma, en la que los niños deberían ser los primeros defendidos, pero a la que los adultos deberíamos plantar cara para devolver a nuestro pensamiento un equilibrio en el que la ambivalencia hace tiempo que vio sus posibilidades evolutivas tergiversadas. Aceptarse, incluso en lo que de más sombrío albergamos, no debería ser desestabilizarse.
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