Image: Tiempos duros

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El Cultural

Tiempos duros

4 diciembre, 2003 01:00

Simeón Saiz Ruiz: Víctima en la barandilla, 1998

No es nada nuevo. La violencia es una de las marcas características del hombre desde siempre. Vivimos en una sociedad en la que violencia se ha institucionalizado como categoría de convivencia. No se trata solamente de las guerras que salpican el mapamundi y que nos llenan la sala de estar de vísceras y sangre, sino de las películas, la actitud de los políticos, de la gente por la calle, de los niños en los colegios. La violencia y el consiguiente miedo: la causa y el efecto, la autorrepresión, la censura, el policía -violento- que cada uno llevamos dentro. El cine, la literatura y hasta la moda, que ha tenido este año en el estampado militar y la ropa de campaña las estrellas de la temporada, están inmersos en una situación que hace de la violencia un tema más, aparentemente cotidiano y trivial.

En una situación así no se puede esperar que el arte que se produce sea ajeno a la realidad. El artista no es sólo un miembro más de una sociedad llena de tensiones y conflictos, sino que es una sensibilidad abierta que cataliza y metaboliza el dolor y las miserias, y analiza una realidad concreta a través de unos códigos y unas formas creativas personales y a veces radicales. Quien crea que un artista hoy puede trabajar al margen de lo que le rodea está muy equivocado. La tortura, la sangre, el sexo, el dolor, la miseria, la injusticia están necesariamente presentes en un arte que convive, crece y se conforma en una sociedad en la que las mujeres son asesinadas por sus maridos, las guerras y asesinatos preventivos se aceptan como algo natural y los niños terminan por ir armados al colegio.

La presencia de la violencia en el arte es un aspecto generalizado en una creación estética en la que conviven no solamente lenguajes, sino tendencias e intereses muy diferentes. Como ya señaló Robert Hughes, en un mundo en el que el horror de lo real era/es insuperable por la ficción, el arte se refugia necesariamente en la abstracción. Después de la Segunda Guerra Mundial, con el descubrimiento y divulgación, a través de la prensa y de la televisión, del horror de los campos de exterminio, la abstracción sustituye paulatinamente a un arte realista o figurativo que se deslizaba hacia una estetización del horror y que de repente se vio superado por las imágenes de la realidad. Una vez más.

Pero la violencia no tiene que ser necesariamente una representación de las imágenes de la violencia, puede ser y de hecho lo es casi siempre, un testimonio de la memoria y del olvido, la ironía del humillado, el símbolo de una actitud. El arte no está obligado a ser figurativo o realista para que en él veamos ese espíritu de los tiempos que está inevitablemente marcado por la muerte y el horror. No hace falta presentar cuerpos mutilados, ni siquiera su representación, basta con una mancha roja, basta casi siempre con un fragmento del horror para que el espectador, compañero de época y de cultura del artista, pueda interpretar rápidamente lo que tiene ante sus ojos.

La imagen de una famosa asesina de niños en Inglaterra fue reproducida a partir de las manchas de cientos de manos de niños embadurnadas de pintura blanca, negra y gris, que rellenaban un mural con el rostro del horror (Myra, Marcus Harvey, 1995). Un simple retrato de una mujer de edad y clase media que fue automáticamente censurado por miedo a la memoria. La mayoría de las obras de Christian Boltanski nos hablan de una desaparición o exterminio colectivo, hechas con restos de ropas, fotografías y archivos que consiguen inundar al espectador de tristeza e impotencia al asomarse a una historia que es ciertamente la nuestra.

No es imprescindible ser violento para hablar de la violencia, para exponerla ante nuestros ojos, aunque a veces puede ser muy útil. Violentas son las escenas de jóvenes drogándose y practicando sexo de Larry Clark, como violentas son las bellísimas fotografías de Araki de mujeres desnudas atadas y humilladas.

Pero, a veces, la violencia explícita no es lo más adecuado para crear una obra de arte. La obra de Tracey Moffatt en la que reproduce imágenes de malos tratos (físicos o psíquicos) a niños y adolescentes no muestra nada desagradable a primera vista, pero se nos hiela el corazón cuando comprendemos lo que estamos viendo. Violencia institucional como la de las guerras que Simeón Saiz Ruiz recrea en sus pinturas o Isaac Montoya construye con sus collages.

Los artistas utilizan todo lo que puede ser utilizado e incluso lo que no. Desde las moscas carnívoras de Damien Hirst hasta las imágenes que un videoaficionado grabó de la paliza que la policía de Los Angeles dio a Rodney King y que Danny Tisdale convirtió en una obra para el museo. Y ésta es la gran ironía: el artista consagra una queja, obras terribles se convierten en récords de ventas.

Pero no es nada nuevo y es, hasta cierto punto, inevitable. El artista es el notario de su tiempo, el historiador de los sentimientos y divagaciones sociales que tal vez no encuentren un canal más apropiado que un lenguaje como el del arte: la pintura, la fotografía, el vídeo, todas las posibilidades desde Martha Rosler con su sutil crítica de la mujer-objeto hasta Ana Mendieta con su autoinmolación constante, los autocastigos de Marina Abramovic o de Gina Pane, las acciones crueles y obscenas de Paul McCarthy… todo puede servir para dar una idea de las mil caras de la violencia… aunque muchas veces la propia fuerza de la obra oculte la denuncia, oculte el auténtico horror que hay detrás de esas imágenes.

Siempre ha sucedido. La historia del arte está llena de sangre, dentro y fuera del estudio del artista. Las pinturas religiosas nos ofrecen mártires con los ojos en las manos, con los pechos en una bandeja, con cuerpos abrasándose, mutilados, despellejados, crucificados. La pintura de historia (realmente toda la pintura es de historia) nos ha entregado reyes muriendo, héroes degollados, secuestros y violaciones, masacres de pueblos inocentes…

Una de las obras maestras de la historia del arte es la serie de grabados de los Desastres de la guerra, de Francisco de Goya, un pintor que supo ver y transmitir como pocos el horror de una guerra, de una ocupación, del desastre de la violencia cuando, además, no sólo es permitida sino alentada. Sus desastres de la guerra, imágenes inolvidables, han servido de motivo para que unos de los artistas más radicales de la actualidad, los hermanos Jake & Dinos Chapman las reconstruyan como esculturas. Los desastres de una guerra no han cambiado tanto desde Goya o desde el rapto de Europa hasta los hijos de la colección Saatchi, tal vez lo que haya cambiado es nuestra capacidad de aceptar el desastre como algo cotidiano, la guerra como una secuencia de un informativo. Tal vez ahora queramos creer que el arte no debe hablarnos de la violencia y del horror sino decorar nuestros salones de burgueses aterrorizados ante la violencia que nos rodea.












Violencia
y cultura


Primera palabra: La obscenidad de la violencia, por José Antonio Marina

Literatura: El espejo enturbiado de la novela, por Ricardo Senabre

Cómic: Cómic entre tinieblas, por Feliper Hernández-Cava

Arte: Tiempos duros, por Rosa Olivares

Teatro: La violencia como representación, por Calixto Bieito Cine: Entre el simulacro y el dolor, por Carlos F. Heredero