De charla con José Ortega y Gasset
Estatua de José Ortega y Gasset en la Ciudad Universitaria de Madrid
Cuando España perdió la paz y vino la guerra, el filósofo Ortega y Gasset tuvo que largarse a empujar su soledad por las calles de París. Y como no tenía con quién hablar, salvo con las estatuas, al final terminaría charlando con ellas. Así lo dejó escrito en el prólogo a la edición francesa de La rebelión de las masas. Años después de la contienda, el regreso y la muerte, Ortega acabaría teniendo su propia estatua en Madrid, en la ciudad universitaria, hasta donde me acerco para charlar con ella. Se trata de un Ortega puesto en pie, con aire de pontífice que se sabe guapo. El escultor tuvo el ojo de sacar al filósofo con los dedos pillados entre las páginas de un libro, dejando ranura para esa avispa que siempre busca sombra en los días soleados de la capital, que suelen caer en domingo. Pero lo que de verdad le da rumbo a la estatua es la capa, prenda tan española como que ya no se estila, aunque tuvo su época. Un buen día cayó culpa de las modas y los avances textiles. Y cuando ya nadie se acordaba de tan añeja prenda, apareció Manuel Piña, un modisto que hizo desfiles de hombres en paños menores pero embozados en capa española. -¿En calzoncillos?, dice usted, joven. -Sí, como lo oye. Entonces el filósofo alza la voz, grave, con retumbo de campanario: -Mire, joven, para llevar capa se requiere tener pelos en las piernas y poner semblante de duelo inminente para después abrírsela violento en el rellano de la escalera, quedando muy teatral el asunto del exhibicionismo a los ojos de la vecina. Y así despliega su artillería verbal con arrobas de bronce. Mientras sigue hablando, distraigo la mirada en los alrededores. El lugar parece escogido adrede para ponerle estatua al primer filósofo de España y quinto de Alemania. Lo que en tiempos fue pinar y desmonte, ahora lo ocupan edificios de arquitectura kafkiana y otros de ladrillo rojo, con perdón de la palabra. Le digo que en conjunto la estatua queda bien, pero que lo del libro me parece algo incómodo y que, en su lugar, podían haberle puesto una manzana con gusarapi en vez de avispa. Enseguida lo caza al vuelo y me empieza a hablar de Martín Santos, que le ridiculizó en la novela Tiempo de Silencio, según los que la leyeron. -Lo que la novela española necesita es renovación de prosa, no de técnica, joven. Hay que saber levantar las faldas a la gramática y Martín Santos no acusaba práctica. Además, lo de pintar arrabales como forma de denuncia es inútil. Cuántos novelistas convirtieron en literatura el barro de las afueras. ¿Y de qué ha servido? Si hay algo que anestesia cualquier impulso de reforma es la repetición de una atrocidad. Me apresuro a tomar nota. Y por no quedarme con las ganas voy y le pregunto, si el existencialismo es una filosofía. -No.-Niega rotundo-. El existencialismo es un bar -¿Con barra libre? -Con barra americana, joven. Y entonces deja el libro y hace un gesto con las manos sobre el pecho, extendiendo los índices como dos pitones para indicar como le gustan las hembras. La avispa se posa sobre su cabeza de pontífice pero no parece molestarle pues sigue hablando a la velocidad de los hechos históricos: -Ya sabe, mujeres dispuestas hay tantas en este mundo que hacen de la vida del varón un absoluto destierro. Ellas son tantas y uno tan sólo uno que, por tal asunto, uno acaba dándole al frasco. Y en el delirio se llega a la conclusión de que uno es uno y su circunstancia. -Me lo suponía.