De charla con Moisés
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Estoy en Roma. Me adentro hasta la basílica que guarda unas cadenas como reliquia y de cuyas paredes cuelgan esqueletos tallados con el cincel del mismísimo diablo. San Pietro in Vincoli, que quiere decir San Pedro Encadenado. El aroma a cera Pascual embriaga mi espíritu y el eco de mis pasos retumba en la bóveda del edificio donde Moisés espera, con la mirada encendida, a que se vayan los turistas para hablar conmigo.
-Buenas -saludo. -Le encuentro a usted algo crispado.
-No es para menos, me despisto un poco y cuando llego me veo a los de mi pueblo de parranda, adorando el oro de un becerro que ni tan siquiera sabe berrear.
Por un momento Moisés hace ademán de llevarse la mano a los cuernos, poco crecidos pero que para su cabeza de mármol pueden resultar dolorosos.
-Tranquilo, no se le vayan a caer las tablas esas que lleva bajo el sobaco-. Apunto yo nervioso, adelantándome al cisco que se puede montar si las tablas se rompen.
-¡Para el caso que las hacen! -Me dice colérico- O es que usted me va a sorprender ahora y me va a decir que sigue los Mandamientos divinos que aquí llevo escritos por letra y dedo del Señor.
-Yo no soy de su pueblo, Moisés, pero aún así, el único Mandamiento que respeto es el que dice aquello de: "No robarás".
-Eso está muy bien. -Apunta Moisés más relajado- Es usted poco común. Sólo una mínima parte de la gente que hay en el mundo no codicia los bienes ajenos.
Entonces voy y le explico a Moisés que la propiedad es un robo, y que por eso cuando me hago con algo estoy cumpliendo con mi derecho de recuperación individual de unos bienes que, por ley natural, me pertenecen. También le digo que me descargo películas y música por la Internet y que cuando tardan mucho en bajar, tengo la sensación de que Bill Gates me está robando el tiempo.
-¡Usted es un sinvergöenza!- Me reprende. -¡Usted es un sinvergöenza!- Se le desata la cólera. Y otra vez veo que las tablas peligran.
-No, no se me confunda, Moisés, lo que no soy es un hipócrita.
Moisés se ofusca ante mi salida, pero le dura poco. Luego me sonríe como diciendo que va a suprimir un Mandamiento que pesa demasiado.
-¿Y con la mujer del prójimo hace usted lo mismo?- Pregunta con el ceño fruncido.
-Depende de cómo esté. A mí no me importa que al prójimo le salgan los cuernos. A usted no le quedan mal.
Resopla Moisés y es cuando me explica lo que tantas veces ha explicado. Que los cuernos no se deben a una mujer sino a un hombre, Miguel ángel, que cuando le esculpió lo hizo según San Jerónimo, el traductor de los textos sagrados, un inútil que donde tenía que poner rayos, puso cuernos y Miguel ángel siguió la palabra sagrada y le planto a Moisés dos cuernos de cruasán sin mantequilla. Y así sigue contándome Moisés mentira sobre mentira, pasando de los cuernos al rabo, como si en vez de Moisés aquel hombre tallado en mármol fuera el mismísimo diablo.