De charla con Goya
Siempre había concebido la escultura como arte fúnebre, más que nada por ese tufo lapidario que desprenden las estatuas. Siempre lo vi así, ya digo, hasta que el otro día me tocó charlar con la estatua que tiene Goya en Madrid. Entonces me di cuenta de que el muerto era yo mismo. Pero vayamos por partes.
En un principio tenía pensado entrarle con el cuadro de la familia de Carlos IV, donde el pintor retrata a la monarquía de su época. Una pregunta de tapadillo acerca de la identidad de la mujer que sale con el rostro movido. Pero cuando le vi plantándome cara de aquella manera, no tuve otra que achicarme ante la viveza de su figura; la herrumbre del tiempo había dado vitalidad al bronce. Francisco de Goya mantenía el esmalte de fuego en los ojos y la chistera arrimada al sobaco, descubriendo su cabeza en señal de pésame. Por lo pronto, daba a entender que yo era un cadáver.
Uno más de tantos que pasan apurados por delante y ni tan siquiera se sorprenden ante su estampa. Algunos hay que hasta le confunden con el que da los premios en el cine. Pero no me quiero despistar. Iba diciendo que sentía curiosidad por saber si María Josefa, la hermana de Carlos IV lucía una verruga tan grande o fue cosa de la mala intención del pincel cuando tocó hacer el cuadro de toda la familia junta.
De la misma manera me hubiera gustado conocer la opinión que le dieron sus retratados, sobre todo Carlos IV, ante el parecido que mostraba el pequeño Francisco de Paula con Godoy. Y ya puestos preguntarle si los monstruos sueñan razones de Estado para mudar el poder temporal en poder eterno. Pero sobre todo quería que me contase chismes de aquella época, tiempos en los que las lenguas del pueblo magnificaban los pecados de la Corte.
Entre unas cosas y otras, me interesaba saber detalles acerca de la caza de la codorniz y del color exacto con el que consiguió el tono en el pubis de la Maja, y por seguir con lo mismo, también me hubiese gustado preguntarle si además de Maja era Duquesa. Y fue llegando a este punto cuando me hizo una señal de barbilla, para que me largase y frenara ya con el pregunteo. Dio a entender que aunque él fuera sordo, y yo estuviera menos vivo que él, no aguantaba mi presencia. Y ahí le dejé, tal y como sigue ahora, en la misma postura, como si presentara sus respetos a un muerto, sin piedad alguna.