De charla con Victor Noir
Escultura de Victor Noir en el cementerio de Père-Lachaise, en París
Como un recién caído, con una rosa en la mano y el sombrero que yace de costado, Victor Noir se ríe de la muerte. El descaro de sus labios es la evidencia, luego está la parte baja; brillante de tanto manoseo. Se trata de mujeres que le buscan el escombro; una suerte de relieve que las excita, no ya por ser relieve, sino por pertenecer a un romántico que siempre estuvo a punto. Victor Noir murió en edad de merecer.
Cayó de un disparo y la causa hoy sigue sin estar muy clara, pero todo indica que fue mediando en un duelo. Por lo que se ve, elementos folletinescos no faltaron en su corta biografía para presentarse de esta guisa ante la posteridad, recibiendo los honores de las damas. Y también los míos, pues hoy me presento ante su féretro para que me cuente en qué consiste el rito ese de la fertilidad que con él practican. Necesito que me ponga al día. Entonces me explica con pelos y señales.
-Primero me besan los labios, aunque también las hay que los muerden y que los rechupetean hasta dejarme sin aliento.
-Imagino -le digo- Sólo hay que ver lo gastados que están. Todo un derroche, amigo.
Victor Noir me sigue contando que van y le colocan una flor en la mano, o en el sombrero de copa y también me cuenta que luego empieza el sobeteo.
Por si no lo dije antes, estamos en el cementerio de Père Lachaise en París, donde tantas celebridades se remueven bajo tierra. Los ángulos más oscuros del ser humano se iluminan cuando se trata de peregrinar por el laberinto de tumbas célebres. Pero sólo cuando enfocan la tumba de Victor Noir, resplandecen. Las mujeres se abalanzan en tropel hacia su bronce que yo miro con cierta envidia. A mí también me gustaría pasar a la posteridad convertido en una estatua parecida. Y no convertido en cenizas que es como suele acabar todo el mundo. Yo también quiero terminar con una legión de mujeres entregadas, que me vengan a practicar el rito de la fertilidad.
-¿Quién tomó las medidas? -Salto a preguntar.
-Un primo de Napoleón III. -Salta a contestar.
-Fue generoso. -Apunto yo.
-Un cobarde. -corrige él- pues fui con otro compañero del periódico a presentarme como padrino para un duelo. Y sacó un arma.
Dicho esto empieza a blasfemar en francés. Y entonces le señalo la protuberancia:
-Siempre pensé que habías muerto ahorcado.
-No, ya dije que fue un duelo, y a mí es que los conflictos me ponían así.
Antes de despedirme lo miro con envidia y le vuelvo a repetir que estoy dispuesto a acabar como él, esperando que pronto me salga un primo de Napoleón III que me tome las medidas.