El Cultural

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La Gran Vía y sus 100 años de vida

Escritores y artistas nos regalan su visión de una Gran Vía que hoy, cien años después, tal vez sea más plebeya, pero sigue tan cosmopolita y canalla como siempre

2 abril, 2010 02:00

El próximo domingo, 4 de abril, Madrid celebra el centenario de “su” Gran Vía. Un siglo trufado de anécdotas, nostalgias y recuerdos que nos hablan de reyes y amores imposibles. También, por ejemplo, del toro que en 1926 escapó cuando lo llevaban al matadero y que fue estoqueado en mitad de la calzada por un torero llamado por Diego Mazquiarán, Fortuna. Y la Red de San Luis, y los cines y teatros, y los bares que Hemingway y Dos Passos frecuentaban mientras la ciudad era asediada por el miedo y las bombas, y los garitos en los que naufragó, a copas y rayas, la Movida. 100 años de recuerdos que evocan hoy Francisco Nieva, Muñoz Molina, J. J. Armas Marcelo, Luis Mateo Díez, Javier Reverte, Raúl Guerra Garrido, Marta Sanz, Jorge Berlanga, Luis García Montero y Luis Antonio de Villena. También los artistas Mateo Charris (en la portada), Jorge Galindo y Juan Ugalde nos regalan su visión de una Gran Vía que hoy, cien años después, tal vez sea más plebeya, pero sigue tan cosmopolita y canalla como siempre.

Enero, 1974

Por Antonio Muñoz Molina

Mi primer recuerdo de la Gran Vía es el de la primera noche que pasé en Madrid, en enero de 1974, recién llegado a una pensión de la calle de San Bernardino. Lo que había esperado, imaginado, deseado durante tanto tiempo estaba cumpliéndose: había salido de Úbeda, había llegado a Madrid para estudiar Periodismo, para hacerme escritor, para hacer la revolución sexual, para derribar a Franco, todo junto, con un entusiasmo atolondrado, que no tenía más destino inevitable que la decepción y la retirada. Dejé la maleta en el cuarto de la pensión y salí a la calle, al frío húmedo de la noche de enero. No conocía Madrid y no tenía la menor idea de dónde me encontraba. Bajé a la plaza de España, que me era familiar por un almanaque que había en mi casa con una foto en color del monumento a Cervantes, del que a mi padre le gustaba sobre todo lo bien hecho que estaba el burro de Sancho. Me dio vértigo la torre de Madrid, pero lo que más me impresionó fue ver de pronto la boca iluminada de la Gran Vía, su anchura asombrosa, las marquesinas enormes de los cines, la perspectiva de las luces y el tráfico. Era como haberse encontrado de golpe con un gran río inesperado, al fragor de una catarata a la que daba mucho miedo asomarse.

Nietzsche y la Gran Vía

Por Francisco Nieva

He aquí un piropo “made in Carlos Arniches”, que dice: - “Eres más bonita que el segundo tramo de la Gran Vía. Y más recta”.

Es una frase de la comedia El señor Adrián, el primo, que dirigió magistralmente José Luis Alonso, y para la que yo tuve el inmenso placer de crear su espacio escénico y su vestuario. Por dos motivos fundamentales: porque soy madrileño de adopción desde los ocho años y porque Carlos Arniches fue mi maestro de juventud que, al mezclarlo con Apollinaire y el surrealismo, procuró la fórmula de mi propio teatro.

Cuando todavía yo era un niño, esa Gran Vía, en su segundo tramo, contaba ya con el Cine Capitol, el edificio más moderno y emblemático, que tiene una perspectiva de proa, por ser el recodo que la hace “menos recta”, a juicio de Arniches. Un poco canalla. Pero bonita... La Gran Vía ya era bonita y cosmopolita antes de construirse, porque la famosa zarzuela de Chueca sonaba en tantos grandes hoteles, casinos y balnearios de aquella Europa, que aún nos parecía tan lejana... Y ahora resulta que, la Gran Vía, es una de las calles más bonitas de Europa. ¡Quién nos lo iba a decir entonces!

Esta calle nació con esa alegre torcedura y cambio de ritmo, como el mejor complemento de su bonitura graciosa. Aquel bautizo musical ya entrañaba la idea de una España abierta a la modernidad, por obra de un músico genial, el mejor representante de esa música urbana, que hizo cantar y bailar a los guardias, a los ratas, a los barrenderos, a las modistillas que deambulaban, con paso firme, por una calle perfectamente asfaltada. El Madrid moderno canta y baila “con música propia”, como el París o el Londres de aquella misma época. ¡Qué salto artístico, primero, qué idea musical, tan estimulante!
- “¡Adelante con la Gran Vía, vamos a ponernos elegantes!”

No he dicho en vano que ya la tocaban las orquestinas de tantos grandes hoteles, casinos o balnearios; porque, en uno de ellos, esa música urbana y cosmopolita, sorprendente y graciosamente disparatada, la escuchó el filósofo alemán Federico Nietzsche y le mereció un curioso comentario de estupor.

- “¿Qué música es esta, tan desvergonzada, tan bellamente cínica... tan líricamente chistosa? Cuando pienso en las pretensiones de Wagner, ¡qué insultante libertad y frescura le opone esta música despreocupada, tan deliciosamente impura!”.

Yo le hubiera contestado:

- “Pues, mire usted, don Federico: yo le tengo por uno de los más grandes, y después de Arniches, quién más ha influido en mi sentimiento de la vida y el mundo. No se ofenda usted, porque Arniches es un gran dramaturgo, tan libre y tan fresco como esa música, que tanto le ha sorprendido hace un rato. Esas notas, son de ‘la gran Vía', una pieza de teatro ligero, que invoca una calle en construcción, en el centro envejecido y pueblerino de Madrid. ¿Para qué? Para acercarnos a Europa, a su corazón sabio y doliente, para acercarnos a usted y alegrarle un poco la vida con un paseo, altanero y marchoso, por esa futura y maravillosa Gran Vía”.

El cielo de Madrid, de Alberti y la Movida

Por Luis García Montero

Me gusta el cielo de la Gran Vía, el cielo de Madrid. Siempre he pensado que es la calle del mundo que mejor se porta con el cielo, porque parece una parte más de la arquitectura, una extensión azul y serena de los edificios. Pero el primer recuerdo que tengo de la Gran Vía se debe a la noche y a la lluvia. Rafael Alberti vivía a principios de los años 80 en la torre de la calle Princesa. Después de pasar el día con él y con su sobrina Teresa, yo cruzaba la Plaza de España y bajaba a buscar la noche a través de una Gran Vía llena de personajes, cazadoras de cueros, bares, alrededores, sorpresas y pensiones precipitadas y hospitalarias. Cuando la lluvia se sumaba al espectáculo, tenía la sensación de que caía para lavarnos a todos, para limpiar el aire, para borrar del mapa a la España triste de la posguerra, el café con galletas y culpa, el encogimiento y la desdicha. Pensaba entonces que la movida nocturna de los 80 se parecía al Madrid de mi amigo Rafael antes de perder la guerra. La ciudad cerraba heridas. Todavía hoy, cuando piso la noche viva de la Gran Vía o veo el cielo azul de sus mañanas, siento que está muy bien vivir en Madrid, y que deberíamos hacer algo.

Ensoñación de la Gran Vía

Por J.J. Armas Marcelo

Vine mucho a Madrid cuando era joven. Me instalaba en el Hotel Bristol y paseaba arriba y abajo, una y otra vez la Gran Vía. Desayuné siempre en el piso alto de Manila, Gran Vía con Jacometrezo. Era un hombre libre que respiraba inquietud y curiosidad. Visité Abra y Chicote. Tomé tragos hasta el amanecer en cafeterías cuyo nombres no recuerdo. Hablé con facinerosos que me contaron el mundo, el demonio y la carne. Volví siempre a la Gran Vía, arriba y abajo. Una noche crucé del Bristol a Pasapoga. Como quien cruza el Atlántico buscando una aventura insólita. Bajé la escalera y allí estaba ella, Artemisa, la gran actriz americana. Fumaba y miraba. Se sabía admirada. Sonreía a todo el mundo. Y bebía sin parar. Me miró. Asintió con la cabeza, sonriendo (¡qué belleza su piel!) y echando el humo hacia la techumbre del local. Se levantó y vino hacia mí. Me enamoró. Le hablé de las islas, y ella me habló de Las Vegas. De Manhattan. De “Franito” (así dijo, “Franito”). ¿Quién le cuidaba aquellos ojos de diosa griega? ¿Quién le dio aquella clase sobrenatural, aquel estilo armónico, aquella aparente serenidad? Me dijo que le gustaba mucho la Gran Vía. Y Pasapoga. Me preguntó donde vivía. “Aquí al lado”, le dije. “Vamos a tu casa”, me invitó. A la mañana siguiente, con el sol en lo alto, tomamos el desayuno en mi habitación del Bristol. Me dijo que estaba sorprendida. “¿Por qué?”, le pregunté. “Por que no corres a contárselo a tus amigos”, contestó. Entonces le juré que jamás contaría nada de aquella noche y que nunca revelaría su nombre. Días más tarde corrió la leyenda del famoso torero. Todo el mundo se enteró. ¡Bocón! Ahora, pasados los años, soy casi un anciano y sigo en silencio. De vez en cuanto camino arriba y abajo la Gran Vía y recuerdo la ensoñación de aquella noche única. Ya no hay Manila en la esquina con Jacometrezo, no hay Bristol, no hay Pasapoga, no hay “Franito”; no hay ella, no hay su voz, su aliento, su baile desnudo de pies descalzos en mi cuarto de hotel, su espalda, el humo de su cigarro implacable velando sus ojos. No hay sino la Gran Vía, mi recuerdo lleno de su esencia y mi silencio. Camino arriba y abajo del mundo de los cines, los musicales, la vida. La Gran Vía de Madrid, mi viaje de viejo a la ensoñación de Artemisa.

La bella durmiente

Por Marta Sanz

No me preguntéis cómo es ahora la Gran Vía porque no lo recuerdo exactamente. No podría decir qué bares han cerrado o qué nuevos establecimientos de pret a porter levantan sus verjas electrónicas en horarios que me hacen compadecerme de las dependientas. En mi memoria, la Gran Vía es una superposición de imágenes que se han aprisionado en cajas, carretes o receptores biológicos. Instantánea de una tertulia en El Abra a la que asiste mi abuelo. Foto en color -con los bordes recortados como puntillitas- de mi abuela que me lleva al cine Imperial para ver La bella durmiente; entonces la Gran vía se transforma en un libro que, al abrirse, nos descubre su historia mientras las páginas se deshacen en un polvillo dorado. Las tres hadas se ocultan en un cofre. Todas las navidades en el cine Imperial agarro piojos. Pan de oro, liendres, hadas-polilla. La Gran Vía son carteles pintados que anuncian grandes producciones cinematográficas. Cabezas inmensas, labios como vísceras de rinoceronte, pestañas que parecen troncos de árboles.

En mi adolescencia, la calle esconde el secreto de la exclusiva piscina del Hotel Emperador. No me baño allí. Después, la Gran Vía se congela en una polaroid del primero de Mayo: al girar desde el Prado hacia Alcalá, el edificio Metrópolis y la perspectiva en curva se disuelven en miles de puntos rojos. Atravieso la Gran Vía a la altura de Callao para recoger a mi novio que sale de su trabajo como mozo de almacén. Voy al cine: tres hombres penden de los neones anunciadores de un refresco. Leo un libro: la torre de la Telefónica, junto con el Ministerio de Agricultura, es el edificio más bonito de Madrid; lo dice mi amigo Óscar por boca de Jerjes, uno de sus personajes.

Ahora grabo en el fondo de mi ojo -los retengo- los dibujos de la acera que piso para llegar a clase los jueves. El suelo y no el cielo de la calle. Desecho ángeles, balaustradas y el fantasmagórico perfil de las azoteas que aquí son áticos de lujo habitados por actores. Me obligo a mirar el suelo. Miro el suelo y lo que abarcaría el plano figura de un paseante: las franquicias en su mise en abisme, parches de una ciudad descolorida que, siendo diferente, se parece a otra cualquiera. El suelo: podría repetirlo de memoria. Los mendigos piden con los brazos en cruz. Intuyo lo sórdido por las calles, como rajas, que dan a la plaza de los cines Luna. De noche, no. Me desvío hacia el glamour de los musicales a 90 euros. En una postal, la desembocadura de la plaza de España.

A veces yo también deseo un ático en la Torre de Madrid desde el que filmar la calle; captar un landscape -que es otra palabra de franquicia- superponiendo palimpsestos, transparencias, concentrada en el zoom que amplía el rostro de los transeúntes.

El forastero

Por Raúl Guerra Garrido

Jardiel Poncela abandona su recado de escribir sobre la mesa del café y le dice al camarero: “Me voy a la Gran Vía, a ver culos”. Definitorio para cuando la Gran Vía era el escaparate del régimen. Los amigos de Conde de Peñalver (antes Torrijos) íbamos a la Avenida de José Antonio (antes Conde de Peñalver) a ver chicas, a intentar un ligue, y al cine de tarde en tarde. Los cines eran de estreno, o sea caros, pero la calle era un cine de sesión continua, programa doble y gratuito. Película y chicas, difícil pedir más. No sabíamos que durante la guerra Conde de Peñalver había sido la Avenida de Rusia, nombre corregido a Avenida de la Unión Soviética, ni suponíamos que en una inimaginable movida se asentase por fin como calle Gran Vía, tautológico nombre como calle de la Rua o puente de Alcántara. Paseábamos tratando de dar con Señoritas paseando por la Gran Vía (foto de Catalá-Roca). Un tiempo, estirándolo, entre el estreno de Gilda en el Avenida, con los ultras a tinterazo limpio sobre Rita Cansinos para que no se descalzara el guante, y el estreno de Los santos inocentes en el Coliseum. Un día tropecé con Sofía Loren, bueno, no tropecé, se interpuso una multitud de admiradores, pero lo que me maravilla del recuerdo es que confundiese a Sofía con una chica que había conocido el domingo anterior. Porque los paseos eran el domingo y ese paseo todo el turismo posible en fin de semana o vacaciones. A través del cine cabalgaba mi imaginación y el punctum (diría Barthes) de la época esa escena de Gary Cooper en El forastero.

-¿De dónde vienes, forastero?/-De cualquier parte./-¿Y hacia dónde te diriges?-A cualquier parte.
Todos los sitios son buenos para pasar de largo.

Forastero de una época, ansiaba pasar de largo por tantos sitios: el forastero siempre se llevaba la chica. Tantos años de paseante por la Gran Vía y ahora caigo en una coincidencia, los dos nacimos un 4 de abril. Puede que lo nuestro sea una cuestión entre Aries.

Un poco clasista mi Gran Vía

Por Luis Antonio de Villena

Como madrileño conozco la Gran Vía desde muy niño. Salvo los edificios, aquella Gran Vía (que era la gran zona del lujo de Madrid) no se parece nada a la actual, muy plebeyizada. Para mí la Gran Vía era el templete del arquitecto Palacios que, en medio de la red de San Luis, cobijaba el ascensor del metro, entonces oficialmente llamado “José Antonio”, aunque casi nadie lo llamara así. La Gran Vía era los grandes cines donde con enormes carteles pintados se anunciaban los grandes estrenos, que tardarían meses en llegar a los cines de barrio. La Gran Vía era cafeterías -de estilo americano, decían- como Dólar, en los bajos del edificio muy francés que hace chaflán con Alcalá… La Gran Vía era, además, grandes joyerías como Aldao, famosa por sus esmeraldas. Era también el aura elegante y como prohibida de ciertos bares que tenían una noche muy diferente al día. Así Chicote -el de entonces- o El Abra, que estaba enfrente. Todo debía oler a mercado negro, gente famosa y damiselas de alquiler. Un tío mío me llevó, adolescente, una noche a El Abra y no supe bien qué hacer. Más tarde supe que mi padre había sido tan asiduo de Chicote (años 50) que casi vivía allí...

Pero mis dos recuerdos favoritos de la Gran Vía de mi niñez y mi adolescencia era ir de compras con mamá o con la abuela a Aleixandre, excelente perfumería de lujo, que tenía su propia colonia, y que estaba en esa rotonda de columnas doradas (cabe la Red de San Luis) que hoy es un Burger King: parece imposible tamaña caída. En aquellos mostradores los botones -muchachillos de uniforme muy peripuesto- te aproximaban las sillas, porque las señoras compraban sentadas. Y yo me volvía para ver el pequeño ascensor tremendamente rococó que servía para subir un único piso. Más abajo (frente a Callao) estaba La Ostrería, una marisquería de primera a la que iba con mi madre y sus amigos a cenar de adolescente. Hasta que un día mi madre se inquietó no porque viera putas (siempre hubo) sino porque iban pareciendo demasiado vulgares. La Gran Vía recorrida por autos de poderío y autobuses azules de dos pisos... Un poco clasista mi Gran Vía. Pero era así y resultaba viciosa y bonita.

Noche y nieve

Por Luis Mateo Díez

Un invierno perdido, cuando vine a estudiar a Madrid, con mi hermano Antón y mi amigo Carvajal, salimos una noche cuando estaba nevando. Vivíamos en la Pensión Amiano, de la Calle del Prado. Fue la nieve la que nos incitó a salir, posiblemente pensábamos que en Madrid no nevaba, que la nieve no llegaba más allá del Guadarrama. Fuimos corriendo hasta Cibeles. La Gran Vía tenía desde allí un fulgor extraño, como si sus luces se adivinaran en el tamiz de los copos, o hubiese cierta reverberación en el tapiz que la blanqueaba. No había circulación, tampoco gente. La soledad de la nieve alimentaba el vacío de la ciudad, y la Gran Vía, siempre tan populosa y transitada, ganaba la desolación de su irrealidad. Nada como la nieve hace irreal lo que parece más cierto y cotidiano. Era muy fácil sentir que la noche y la nieve derrotaban toda la geografía urbana, y abrían para nosotros un escenario distinto del que podíamos sentirnos dueños. De ese modo conquistamos la Gran Vía, y lo hicimos de tal manera que hasta dejó de ser la arteria principal del Madrid que tan parcamente conocíamos, para convertirse en cualquier calle provincial de nuestra memoria. De ese modo la Gran Vía se convirtió en la calle que yo más amo de Madrid, en la más extraña y entrañable. Nunca he vuelto a verla nevada. La nieve de aquella noche sostiene un cierto sueño de libertad. La nieve llegó a desdibujarla. Los copos no permitían distinguir otra cosa que la orientación confusa de nuestras carreras. Nos costó trabajo regresar a Amiano. Volvíamos felices y, por vez primera, madrileños.

La Gran vida: cosmopolita de día, canalla de noche

Por Jorge Berlanga

Mi primer recuerdo de la Gran Vía es una sensación resplandeciente, los anuncios luminosos de la Torre de Madrid donde destacaba el color parpadeante de las pistolas Astra, el aroma de los perritos calientes de Bravo's, y esa señora exuberante en un cartel anunciando un turbador mundo desconocido: Silvia Legrand, la Perla de Cuba, estrella del cabaret J'Hay. Para un niño, pisar esa avenida era entrar en un fascinante universo de novedades espectaculares.

Con los años, aquella Némesis acabó convirtiéndose en mi hábitat natural. Me confieso como un impenitente Granviandante, y puedo decir que pasear por semejante escenario es algo más que hacer un camino, una forma de vida. Me eduqué con los ejemplares de Austral que distraídamente caían en mi bolsillo en la casa de Espasa Calpe, a la que debo más que a la universidad. He visto la transformación de los grandes cines en multisalas y luego en teatros, la extinción de las cerilleras en las esquinas vendiendo un poco de todo, la persecución de las sufridas peripatéticas, la aparición de chinas con bocadillos y esas sombras de africanos por la Gran Vía que cantara Radio Futura, sin que la Gran Dama cambiara del todo. Con ese ardor cosmopolita que luce de día y el perfume de seducción canalla que emana cuando se viste de noche.

¿Cuántas veces habré seguido los mismos pasos que Hemingway y Dos Passos cuando bajaban discutiendo sobre las fisuras del marxismo hasta Chicote, templo respetado por las bombas de la aviación nacional, cuyos pilotos confiaban en irse allí a tomar una copa cuando entraran en Madrid? El mismo Chicote donde luego Ava Gardner se bebía amantes como martinis, y donde más tarde la crema de la intelectualidad de los 80 se consumió en un colorido fulgor de trepidantes espejismos. En esa realidad hipnótica y electrizante a través del cristal de las copas, en locales como El Sol, o el Cock, subidos en el barco ebrio de una modernidad delirante que encontró allí cuartel y abrevadero para poner música a la imaginación. Porque la Gran Vía es más que una avenida donde pitan los taxis. Es una arteria donde laten las más insospechadas emociones.

Lo mejor y lo peor de la ciudad

Por Javier Reverte

En los años cincuenta, la Gran Vía se llamaba avenida de José Antonio Primo de Rivera y, en cierta forma, recogía lo mejor y lo peor de la ciudad. Lo peor eran las miriadas de limosneros que acudían al corazón de la urbe en busca de las monedas que les permitirían sobrevivir con sus familias a una nueva jornada. Lo mejor, en el Madrid oscuro de la posguerra, las luces que iluminaban el corazón de una ciudad tremebunda. La Gran Vía, además, acogía el pecado. Y en calles aledañas, como la Ballesta y la Montera, vagabundeaba el más sórdido puterío de la época, no muy lejos de lujosos cabarets de alterne, como el Pasapoga, y de una de las más reputadas (nunca mejor dicho) casas de lenocidio de la ciudad, El Abra.

Ese Madrid de mi infancia nos atraía con fuerza a los chavales de otros barrios. Los sábados o domingos por la tarde íbamos hasta allí en pandilla a dar una vuelta que cumplía tres ceremoniales: comprar a las “cerilleras” cigarrillos sueltos de “rubio americano”, colarnos si podíamos en el cine a ver una película “de estreno” y, a la atardecida, asomarnos a la calle de la Ballesta a verles los escotes a las rameras.

No obstante, lo mejor sucedía entre semana. Había un cine, el Rex, que proyectaba películas de sesión continua a diario. Su público lo componíamos en su totalidad los chicos y chicas de Madrid que hacíamos “novillos” o “pellas”, esto es: los que nos “fumábamos” las clases. Allí, en el patio de butacas o el “gallinero”, nosotros en pantalón corto y muchas de ellas con sus uniformes de colegio de monjas -calcetín negro hasta la rodilla y falda plisada de cuadros-, aplaudíamos las cabalgadas del Séptimo de Caballería y olvidábamos la tortura de los colegios religiosos de posguerra.

Ésa era la Gran Vía que yo más amaba. Allí me desenganché de Dios y me enganché a John Ford.