La madurez indie
[caption id="attachment_366" width="480"] Fotograma de Nebraska, de Alexander Payne.[/caption]
Los amantes del buen, genuino cine indie, están de enhorabuena. Con el estreno de la última película de Alexander Payne, Nebraska, arranca una mini-temporada de cine indie americano que aterrizará en nuestras salas durante los próximos dos meses. Después de Payne, se estrenarán las películas de Spike Jonze (Her), Wes Anderson (El Gran Hotel Budapest), Noah Baumbach (Frances Ha) y Jean-Marc Vallée (Dallas Buyers Club). Todos ellos, pertenecientes a la misma generación (nacida alrededor de la revolución del 68), entregan sus obras más depuradas, trabajos con los que alcanzan una plena madurez creativa y que se ofrecen como resumen y compendio de sus grandes preocupaciones.
Alexander Payne (Omaha, 1961) ha vuelto a rodar, como todas sus películas excepto Los descendientes (2011), en su tierra natal, Omaha (Nebraska), y de nuevo, como A propósito de Schmidt (2002) o Entrecopas (2004), aventura al espectador en una road-movie emocional que se convierte en un viaje de redescubrimiento, en cuyo camino, paso a paso, y casi de forma subtérranea, los mundos interiores de los personajes se van revelando tanto para ellos como para nosotros. Y aún hay un factor temático más que convierte este Nebraska, filmado en un blanco y negro que se impregna del polvo del camino y de la nostalgia agridulce que envuelve el drama, en una película indistinguiblemente Payne: la reconciliación intergeneracional.
Protagonizada por Bruce Dern y Will Forte, padre e hijo emprenden un improvisado viaje al hogar (el macguffin es cobrar un falso premio publicitario de un millón de dólares) en el que el hijo (Forte) va encontrando el modo de penetrar en la impenetrable mente de su anciano padre (Dern), afectado de incipiente demencia senil, y así restituir la dignidad familiar. Escrita por Bob Nelson, esta historia de filiaciones se encuentra entre lo más conmovedor que ha filmado Payne en su carrera. Como verdadero poeta del Medio Oeste americano, dotado de una cualidad especial para profundizar desde la ligereza cómica en las razones profundas de sus personajes, Payne vuelve a estilar una extraordinaria comprensión humanista hacia sus criaturas, proyectando un afecto y una sensibilidad hacia ellas infrecuente en el cine.
Esta solidaridad con sus personajes la comparte Payne con Wes Anderson (Houston, 1969). El autor de El Gran Hotel Budapest, que probablemente sea no solo su película más ambiciosa y sofisticada, sino también la más importante de su valiosa filmografía hasta la fecha, siempre se ha caracterizado por permanecer junto a sus excéntricos personajes, darles aliento en la consecución de sus sueños, invitándonos a sentir comprensión y simpatía hacia ellos. Nunca les trata con ironía o distancia, nunca les retrata por encima del hombro, como si él supiera más que ellos (algo más propio de otros cineastas independientes como Todd Solondz, Greg Araki o Hal Hartley), sino que logra algo tan inexplicablemente difícil como transformar unas presencias casi caricaturescas en seres de carne y hueso, cargados de humanidad.
[caption id="attachment_365" width="480"] Fotograma de El Gran Hotel Budapest, de Wes Anderson.[/caption]
El centro gravitatorio de su nueva aventura coral, poblada de personajes inolvidables (interpretados por la troupe habitual de Anderson), es ahora un conserje tan educado como idealista, tan romántico como divertido, interpretado por Ralph Fiennes. Anderson ha hecho su gran película europea, situando la historia en el periodo de entreguerras del Viejo Continente, en un país ficticio llamado Zubrowka, construido a partir del imaginario y las referencias icónicas de los países del Este. La ensalada de referencias con las que ha dibujado este conmovedor elogio a la amistad y la nobleza (la comedia sofisticada de los años treinta, relatos de Stephen Zweig, La montaña mágica de Thomas Mann, un ensayo de Hannah Arendt sobre el nazismo, el pulcro, vibrante estilo de Max Ophüls, etc.), donde lo visual y lo literario forman un conjunto perfectamente orgánico, confluyen en el personalísimo, melancólico universo de Anderson.
A este universo también le ha dado forma en ocasiones su amigo Noah Baumbach (Nueva York, 1969), con quien coescribió los guiones de Life Aquatic (2004) y Fantástico Sr. Fox (2009). El autor de Una historia de Brooklyn (2005), al igual que Payne, filma en blanco y negro su nueva película (que llega con dos años de retraso a salas españolas); pero no para vincularla a obras como La última película o Luna de papel de Bogdanovich, sino al Manhattan de Woody Allen y a la Nouvelle Vague (de hecho, hay una escapada a París en el relato). Frances Ha, coescrita y protagonizada por Greta Gerwig (la nueva musa del indie americano), apela como casi siempre en el cine de Anderson a una estructura novelada, en viñetas, para narrarnos la historia de la aspirante a bailarina Frances, una joven veinteañera sobreviviendo de apartamento en apartamento en la metrópoli mientras se desliza suavemente hacia una crisis existencial.
[caption id="attachment_364" width="480"] Fotograma de Frances Ha, de Noah Baumbach.[/caption]
Baumbach practica un cine que busca por encima de todo el latido y la respiración de sus personajes, que se adapta a su estado de ánimo y pretende capturar esencias antes que contarnos grandes historias. En Frances Ha, la poesía procede del entorno, contagiado de un intenso romanticismo y de una nostalgia extraña, que no apela al pasado, sino al presente, a la frustración que generan los sueños rotos o imposibles. Cálida y divertida, entusiasta y exuberante, el filme se contagia del joie de vivre de la juventud, al tiempo que captura los terrores de la madurez, proyectando todo su amor desesperado no solo hacia el personaje central, sino hacia una ciudad, Nueva York, que desde el prólogo de Manhattan nunca había sido retratada con tan honesta devoción.
Baumbach, recordemos, es el autor de la infravalorada Greenberg (2010), una comedia romántica que juega en la misma liga de Olvídate de mí (2004) o Antes del atardecer (2004), y que es el nicho de obras conmovedoras al que aspira a entrar Spike Jonze (Maryland, 1969) con el romanticismo virtual (o artificial) de Her. El último trabajo de Jonze, protagonizado por un inmenso, otra vez, Joaquin Phoenix y por Amy Adams (y la voz de Scarlett Johansson), plantea un nuevo escenario para el género romántico, un escenario en el que el amor no tiene cuerpo, y que por lo tanto sugiere todo tipo de desafíos narrativos. El protagonista es Theodore, un hombre solitario en un futuro cercano que se enamora de su nuevo sistema operativo, capaz de desarrollar una inteligencia artificial y, por lo visto, de enamorarse asimismo del usuario.
[caption id="attachment_363" width="480"] Fotograma de Her, de Spike Jonze.[/caption]
Este amor imposible que nos relata Jonze con enorme lucidez y grandes soluciones cinemáticas bien podría ser un capítulo estirado de la serie Black Mirror, imaginando distopías tecnológicas que transforman el comportamiento humano, si bien el desarrollo romántico funciona mejor en el territorio de las ideas que en el de las emociones. El recorrido interno del film depara sorpresas y mutaciones de identidad, y el despertar romántico de las máquinas en un mundo de inteligencia artificial acaba transformando una clásica historia de pasiones imposibles en un relato de ciencia-ficción donde prima el horror sobre el amor, y que acaba por revelar las dificultades a las que se enfrenta el hombre del siglo XXI en lo concerniente a las relaciones humanas. El gran valor de Her reside en su audacia y en su capacidad para insuflarle nueva vida, nuevas formas, a un género tan frecuentado, a una historia tantas veces contada.
La multinominada a los Oscar Dallas Buyers Club, de Jean-Marc Vallée (Montreal, 1964), por el contrario, nos traslada al pretérito, a mediados de los años ochenta, cuando la plaga del VIH asomaba la cabeza en los márgenes de la sociedad, cuando el sida se asociaba exclusivamente a los “demonios” del entorno homosexual. Eso es lo que pensaba Ron Woodroof, un electricista de Texas al que diagnosticaron con la enfermedad, un tipo mujeriego y homófobo interpretado con escalofriante veracidad por Matthew McCounaghey, cuya transformación física, hasta quedarse literalmente en los huesos, es brutal. El director de C.R.A.Z.Y. (2005), curtido en las maneras del independiente, vuelve a hacer gala de un ritmo dinámico para narrarnos en clave de tragicomedia la batalla personal que emprende Woodroof junto a su socio travestido Roayn (Jared Leto), y que consiste en vender de contrabando medicamentos contra el sida que no estaban homologados en Estados Unidos, iniciando una lucha desigual contra el sistema farmacéutico.
[caption id="attachment_362" width="480"] Fotograma de Dallas Buyers Club, de Jean-Marc Vallée.[/caption]