El Reina Sofía muestra las obras de Franz West
Parque de juegos
18 abril, 2001 02:00Kasseler Rippchen, 1991-1996
Si Dadá había nacido en un cabaret de Zörich, el espíritu dadaísta de Franz West se formó en los cafés de Viena. Hacia el final de los años sesenta, la ciudad hervía con el "accionismo", con sus rituales de sangre y su truculencia de misa negra. West aprendió quizá del accionismo la renovación que la perfomance podía traer a la escultura, pero rechazó su énfasis trágico, buscando una relación menos forzada entre la obra de arte y el espectador. Las propuestas de West, irónicas y ligeras, también se apartaron claramente de las Joseph Beuys. A pesar de la lejanía, me recuerdan más a los orígenes de otro escultor que cultivó la perfomance, Claes Oldenburg, cuando abrió su "tienda" neoyorquina, su famosa The Store.La exposición actual revista toda la carrera de West desde los años setenta, a través de un amplio conjunto de esculturas, pinturas y collages, muebles e instalaciones. El diseño del montaje responde fielmente a la insatisfacción del artista ante los espacios cúbicos y compartimentados de tantos museos. Los paneles, dispuestos aquí en curvas sinuosas y encadenadas, agrupan las obras pero mantienen entre ellas una continuidad fluida y facilitan algo esencial: la circulación libre de los espectadores. En el ámbito inmaculado del museo moderno, el espectador tiende a aparecer como un elemento extraño, impuro; West, en cambio, acoge al visitante y le invita (según una tradición ya muy vieja) a abandonar su actitud de voyeur, incitándole a tocar: puedes sentarte sobre esta pieza, puedes manipular aquella otra.
El acento de la exposición recae en las obras más recientes. Nada más entrar, lo primero que encontramos son unas enormes salchichas de colores en el suelo; sus formas hinchadas, en chapa de aluminio soldado con remiendos, y pintadas en amarillo limón, azul, rosa, naranja, tienen evidentes resonancias sexuales y a la vez infantiles, como si se tratara de grandes juguetes. En un espacio contiguo, aparecen las cuatro colosales Cabezas de Lemures, fantasmas amorfos y grotescos, más cómicos que terroríficos. En el lenguaje formal de la escultura de West podría reconocerse quizá la huella de Arp o de cierto Giacometti surrealista. Pero lo más característico de ella no reside en el estilo, sino en el modo de burlarse de las convenciones del medio escultórico. Con sus materiales (papier maché, escayola, poliéster...) a veces pintados de colores vivos, muy lejos de la pureza y la eternidad del mármol y el bronce. Con la incorporación de objets trouvés (desde una botella o una escoba hasta la cama del artista). Con la puesta en cuestión del pedestal (que en ciertas piezas se convierte en televisor, nevera, maleta, etc.). Y sobre todo, con el afán de que el espectador no se limite a mirar. Hacia 1976, West comenzó la serie de esculturas que denomina "adaptables" (Passtöcke), destinadas a que el visitante las lleve sobre su propio cuerpo (aquí, dada la fragilidad de las piezas originales, sólo se nos permite manipular algunas copias). Estas prótesis, que no resultan fáciles de manejar, serían símbolos sensibles de nuestras taras; encarnando quizá -como las muletas dalinianas- las contracciones histéricas, la obsesiones fetichistas y otros síntomas neuróticos.
A mediados de los ochenta, West comenzó a crear muebles: sillas, mesas, divanes, camas, toscos somieres artesanales cubiertos de retales de alfombras y otros tejidos (que evocan, aunque sea paródicamente, la Sezession vienesa). Como los adaptables, estos muebles esperan un cuerpo que venga a sentarse en ellos e insertan al visitante en ciertas situaciones para "mirar el arte" (unas sillas ante los lienzos escayolados o ante una proyección de vídeo). Los muebles tienden así a desaparecer como obras de arte autónomas, a disolverse en el funcionamiento de la instalación. West se revela como un brillante explorador de la vasta tierra de nadie entre contemplación y acción, empeñado en recuperar la unidad del arte y la vida. Igual que en sus remotos orígenes dadaístas, en la obra de West ese empeño aparece muchas veces con rasgos abiertamente regresivos, como una vuelta al Kindergarten, a la inconsistencia primordial de la infancia, pero su meta, en realidad, es hacernos plenamente conscientes de nuestro propio cuerpo, de nuestros sentidos, de nuestras actitudes: forzarnos a abrir los ojos.