Image: Edward Hopper, poética de la ausencia

Image: Edward Hopper, poética de la ausencia

Arte

Edward Hopper, poética de la ausencia

por Ángel Mateo Charris

27 mayo, 2004 02:00

Summertime, 1943. Delaware Art Museum

La Tate Modern londinense abre el 27 de mayo al público la gran restrospectiva de Edward Hopper. La exposición, que se podrá ver hasta el próximo 5 de septiembre, reúne 70 obras que recorren toda su trayectoria. Muchos han sido los artistas que se han dejado influir por su obra y ángel Mateo Charris es uno de ellos. Ferviente admirador y seguidor de los postulados hopperianos, el pintor pasea en estas páginas por las escenas urbanas, las esquinas, las oficinas y los cines salidos de los pinceles de Hopper. Es, como dice Charris, la vida tras los visillos.

La exposición de Edward Hopper (1882-1967) que hoy abre la Tate Modern londinense acerca a una nueva generación de espectadores la obra de este gran artista americano cuya audiencia no ha dejado de crecer desde mediados del siglo XX, contraviniendo en parte su pesimista visión del olvido al que la sociedad posterga a la mayoría de los artistas "a los diez minutos de su muerte". No es, evidentemente, su caso. Sus figuras solitarias, sus paisajes enigmáticos, sus gasolineras, sus interiores densos y amenazadores, se han colado en la imaginación de nuestra época como emblemas de la arquitectura de las relaciones humanas, de sus frágiles estructuras y sus complicadas interacciones, del juego entre apariencia y verdad. Sus cuadros, de aspecto sencillo e inocente -apenas susurros-, han ido atrapando sensibilidades que supieron ver más allá de las meras representaciones del estilo de vida americano que algunos pensaron que eran.

La biografía que Gail Levin publicó en 1995 (An Intimate Biography, A. Knopf) nos lo presenta como un hombre tímido y reservado, pero de fuertes convicciones, con una vida sin grandes sobresaltos y lejos de la imagen del artista heroico, marcada por la intensa -y a ratos tormentosa- relación con su mujer, la también pintora Josephine V. Nevison. Su época de aprendizaje con Chase y Robert Henri, y sus viajes a París en la primera década del siglo marcaron profundamente su obra. Pero no en el sentido que cabía esperar, dada la fuerza de las vanguardias que dominaban el mundo artístico parisino en esa época. De Europa se trajo la confesada influencia de Albert Marquet y la no demostrada, pero que yo intuyo, de Vallotton, pero, sobre todo, un concepto vital que rompió en parte la rigidez de su educación baptista. A su vuelta a Nueva York se encontró con el espíritu del tiempo soplando a favor de un arte puramente americano. Sus convicciones y las afinidades con su grupo de amigos lo acercaron a lo que se llamó la American Scene, pero un artista tan fuertemente individualista como Hopper difícilmente encaja en cualquier clasificación si no es con la ayuda de un calzador.

Lector empedernido y cinéfilo apasionado, gustaba de cultivar una imagen lo menos intelectualizada posible, alejándose de cualquier interpretación trascendente de sus obras. Sin embargo uno no puede leer a Freud, Jung, Platón y los simbolistas franceses y luego pretender que eso no deje algún poso en sus obras.

Salvo algunos viajes por México y el oeste americano, la vida de Hopper transcurrió entre su casa en Washington Square de Nueva York y los veranos de Cape Cod. Las escenas urbanas, las esquinas, la vida tras los visillos, las oficinas y los cines, son uno de los polos temáticos de su obra. De otro lado, las colinas de South Truro, las casas en el bosque, los atardeceres contra las fachadas, el mar y sus faros. Y entre ellos la idea del viaje, personajes en el tren, casas entrevistas junto a la vía, las gasolineras. Cojamos cada uno de estos temas, cada grupo de imágenes hopperianas, y veremos surgir de ellas otras que nacieron de la impresión que las obras del americano produjeron. Ahí está la casa de Psicosis, las primeras obras de Edward Ruscha, la extravagantemente maravillosa Pennies from Heaven del cineasta Herbert Ross, la confesa admiración de Wim Wenders y Aki Kaurismaki, Luc Tuymans, Peter Doig, Gonzalo Sicre, Marcelo Fuentes, Paul Auster, y un larguísimo etcétera. Las relaciones de Hopper con el cine, abundantes y en ambas direcciones, ya fueron analizadas en la anterior gran exposición que el Whitney neoyorquino le dedicó en 1995. En esta ocasión la Tate programará un ciclo de películas seleccionadas por el director Todd Haynes (Far from Heaven, 2002).

Peter Doig, uno de los pintores más reconocidos de la actual escena contemporánea, habla de las obras de Hopper no como "fotogramas, sino como películas enteras en sí mismas, y todo ello revelando tan poco". Esto es, en sentido estricto, la metafísica. El De Chirico americano, lo llamaron en las críticas de su participación en la Bienal de Venecia del año 52.

Los que se empeñaban, bienintencionadamente, en encasillarlo como pintor realista parecían no haber entendido demasiado, o haberse quedado al menos en la superficie. Hopper construía realidades a partir de imágenes compuestas, simplificando los planos y añadiéndole las capas de significado que no puede captar ninguna fotografía. Luc Tuymans, que expondrá simultáneamente en otras salas de la misma Tate Modern durante los próximos meses, y que incluso realizó una serie directamente inspirada en el mundo hopperiano, comenta: "Siempre me gustó E.H. porque nunca pintaba figuras reales. Para mí son como marionetas. Yo pienso en las obras de Hopper como si fueran juguetes en lugar de pinturas".

Si la grandeza de un artista se mide por la reacción que levantan sus obras y la fertilidad de su propuesta para calar en los espíritus de otros creadores, Edward Hopper es muy grande. Desde el respeto que sus composiciones e integridad levantaban en sus coetáneos los expresionistas abstractos, a la salutación como antecedente temático que le reconocieron los artistas pop, o a la influencia que sigue ejerciendo en fotógrafos, pintores y escritores de nuestra época, podríamos decir -con Tuymans- que este juguete tiene cuerda para rato.

Escabulléndose de la etiqueta de una figuración provinciana, Hopper supo crear toda una poética de la ausencia capturándonos con sus alegorías contemporáneas, y comparece, en los comienzos de este nuevo siglo, en uno de los grandes templos de la modernidad, como se merece, y como vivió: con poco ruido y muchas nueces.