Image: Gauguin en los orígenes del arte contemporáneo

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Arte

Gauguin en los orígenes del arte contemporáneo

por Valeriano Bozal

23 septiembre, 2004 02:00

Autorretrato, 1888. National Gallery of Art, Washington

El 27 de septiembre se inaugura en Madrid la que sin duda será una de las exposiciones del año: Gauguin y los orígenes del simbolismo. Una muestra que, comisariada por Guillermo Solana y organizada por el Museo Thyssen-Bornemisza y la Fundación Caja Madrid, reúne en las sedes de ambas instituciones más de 180 obras de Gauguin y otros artistas de su tiempo: Van Gogh, Cézanne, Bonnard, Degas, Picasso... Un maravilloso paseo por la pintura con los maestros de la línea y del color.

Tan abierta como la propia historia del arte contemporáneo, esta exposición, Gauguin y los orígenes del simbolismo, dirige nuestra mirada en varias direcciones. La más explícita es aquella que registra el diálogo del artista con otros pintores, con Pissarro, Cézanne, Degas, émile Bernard y Van Gogh, en primer lugar, con Sérusier, Bonnard, Denis, Vuillard, después. El diálogo no termina aquí: es muy complejo el que establece con el impresionismo y el simbolismo, también el que enlaza con el primitivismo y el clasicismo. En ocasiones adquiere un sentido que podemos calificar de negativo, se rechaza el impresionismo, pero nunca es unilateral: el rechazo del impresionismo se matiza con la aceptación de Pissarro y de Degas. Otro tanto sucede con un tema clásico, la pastoral: Gauguin acepta a Corot, por el que siente gran admiración, pero no a Millet.

La exposición evita la presentación de un Gauguin cerrado y tópico: no rehuye el tópico pero lo sitúa en un marco que permite comprenderlo de una forma distinta, como uno de los protagonistas en los orígenes del arte contemporáneo. Y éste no es "calle de dirección única", es calle de varias direcciones, y todas deben ser tenidas en cuenta a la hora de perfilar su historia. En este sentido, cabe decir que Gauguin y los orígenes del simbolismo se inscribe en el programa de exposiciones del Museo Thyssen-Bornemisza, un programa coherente que investiga con rigor un proceso histórico en revisión.

La complejidad del diálogo que mantiene Gauguin se aprecia muy bien en la especial relación que mantiene con Cézanne (y que Cézanne mantiene con él). La autonomía de la pincelada cézanniana es pauta que marca el destino de nuestro arte: la pincelada se independiza del motivo representado, una casa, un árbol, un bañista, no tienen porque ser pintados con pinceladas curvas o redondeadas, Cézanne prefiere pinceladas rectas, verticales u oblicuas, ligeramente horizontales; su ritmo nada tiene que ver con el movimiento del objeto pintado, con las hojas del árbol o de los arbustos, con el movimiento de las nubes. El ritmo es autónomo, propio de la pincelada, de la pintura. Gauguin aprende de Cézanne, no lo imita. Ha aprendido la autonomía de la pintura, pero su pincelada no es la de Cézanne. La superficie cromática de sus obras produce una sensación plana, que Cézanne evita, y una construcción ornamental que, me atrevo a decir, a éste le repugna.

No es la única nota de una relación conflictiva. Mientras que el pintor de Aix trata de "reducir" el mundo a pintura y elimina todos aquellos que no son rasgos estrictamente visuales, que puedan ser pictóricamente plasmados, Gauguin no desprecia valores ideales, incluso religiosos. Parece aquí más próximo a otros simbolistas: no elude motivos con una fuerte tradición simbólico-religiosa, cristos, ángeles, visiones, etc., tampoco lo hará después, en Tahití, donde ídolos, apariciones, brujas, conjuros, serán elementos habituales de sus composiciones.

La complejidad de la relación se extiende a otros artistas. La mirada limpia, sin prejuicios, la mirada ingenua de aquel que descubre el mundo y lo pinta viéndolo por primera vez fue, a decir de Mallarmé, uno de los rasgos de Manet y, con él, del impresionismo. No hay mucha distancia entre una mirada ingenua y una primitiva. La recorre Gauguin, el salvaje. Cuando se habla del primitivismo de Gauguin es habitual insistir en su modo de vida, en Martinica, Bretaña y Tahití, y en los temas de sus obras, pues las composiciones pictóricas, el tratamiento de los espacios, los paisajes, incluso el movimiento pausado de sus personajes son tan primitivos como clásicos. Primitivo y clásico se contraponen, pero no en Gauguin.

En cierto sentido, cabe decir que la de Cézanne era una mirada simultáneamente clásica y primitiva. Primitiva en tanto que pretendía captar la naturaleza como si fuera la primera vez, libre de prejuicios. Pero los recursos de los que se servía para lograrlo eran clásicos, el "arte de los museos", decía el propio artista. ¿Cómo conciliar clasicismo y primitivismo, y por qué?

Llegamos a una cuestión central para la historia del arte de nuestro tiempo, un rasgo que no se había planteado antes pero que desde la Ilustración "acosa" al arte, a la pintura y a la escultura, también a la poesía, la literatura, etc. ¿Es posible plasmar la verdad en imágenes, es posible encontrar en ellas la realidad tal cual es? ¿Cómo lograrlo sin que la misma pintura deforme con sus "prejuicios" aquello que se representa?

El impresionismo había llegado al extremo más radical de las posibilidades retinianas: pintar la impresión, no tanto la cosa cuanto la cosa en la retina, la visión pura. Sin embargo, ¿se captaba la realidad en esa impresión retiniana, o sólo la realidad para un sujeto, para una mirada? ¿Había alguna posibilidad de representar las cosas al margen del lenguaje que, precisamente, permitía tal representación, era su instrumento y su condición? La seguridad inicial del impresionismo -¿qué más cierto que las cosas en la misma mirada?- se convertía en inseguridad -¿acaso los objetos mirados/pintados no se configuraban de un modo concreto en la mirada/pintura?-, y artistas como Cézanne y Gauguin, Pissarro y Van Gogh, Bernard, Denis, Sérusier, Bonnard trataron de acabar con la inseguridad mediante la creación de un lenguaje capaz de articular la inmediatez del primitivo con la solidez del clásico.

Estos artistas están empeñados en una actividad que desborda la pintura, ponen en juego la propia vida: no buscan sólo una mirada inocente, buscan un mundo inocente. Gauguin pretende encontrarlo en Martinica y en Bretaña, en Tahití...Y lo busca, primero, con otros artistas, tras abandonar a su familia para dedicarse sólo a la pintura: "Mi mujer, la familia, todo el mundo, en fin, me echa en cara esta maldita pintura pretendiendo que es una vergöenza no ganarse la vida. Pero las facultades de un hombre no bastan para dos cosas y yo no puedo hacer más que una: pintar", le escribe a Pissarro (1885). La pintura no es para Gauguin un oficio, está consagrado a la pintura. Y consagrarse a la pintura es consagrarse a la naturaleza, a la inocencia y sencillez que sólo en la naturaleza puede encontrarse. El artista recrea un mito central de la modernidad en sus paisajes de Martinica -Idas y venidas, Martinica (1887)- y en su representación del mundo bretón -La ronda de las niñas bretonas (1888), Jóvenes bañistas bretones (1888)-.

La pastoral es, como se indica en el catálogo de la exposición, el motivo de referencia. La pastoral es, a la vez, huída y permanencia: "Desaparecer en los bosques en una isla de Oceanía para vivir allí de éxtasis, de calma y de arte", le escribe a Mette (1890). También, con ello, "permanecer" en un mundo que hizo de la pastoral utopía no realizada: tal como indica W. Benjamin, esta visión del pasado idílico en la que hombre y naturaleza existen plenamente unidos sin conciencia de culpa no es sino una creación de la modernidad y, en concreto, de la sociedad burguesa. Dos obras son testimonio magnífico de esa relación con la naturaleza: En las olas (Ondina I) (1889) y Muchacho bretón desnudo (1889). La forma pictórica desborda el formalismo. La mujer que se adentra en las olas configura una unidad con el movimiento del mar, su cuerpo es parte de las olas y es, a la vez, su cuerpo. También lo es el muchacho desnudo, cuya actitud y disposición "reflejan" el mismo surco y movimiento del arroyo. La distancia entre estas pinturas y las que hace Bernard por esa misma fecha es grande: la retórica domina el rito en el que éste resume sus escenas, no así en las obras de Gauguin.

Entre todas las obras de este período destaca la muy famosa Visión del sermón (1888). Un grupo de mujeres bretonas tiene una visión después de escuchar al sacerdote: la lucha entre Jacob y el ángel. Pinta a las mujeres, con sus amplias cofias, de espaldas o de perfil, contemplando la escena, unas, recogidas, otras. Detrás, en un espacio separado por un árbol que atraviesa la pintura en diagonal, el mundo imaginario de la lucha, la visión. El contraste entre ambos mundos se articula pictóricamente eludiendo tanto el naturalismo como el impresionismo, las dos escenas son autónomas, como lo son cada una de las figuras respecto de las demás y en relación al paisaje, un espacio antinaturalista con un carácter fuertemente ornamental.

El proceder gauguiniano tiene un efecto sorprendente: aunque nos narra un acontecimiento en un marco temporal, la sensación visual que tenemos es la de una presentación que escapa al tiempo. La unión de ambas notas responde a esa articulación de clasicismo y primitivismo que está en los orígenes del arte del siglo XX, y es la afirmación simultánea de la seguridad que se busca y de la inseguridad que se encuentra: un mundo fragmentario que el artista parece capaz de unificar..., siempre que al hacerlo ponga de manifiesto que, en última instancia, es responsabilidad del arte, y por tanto de la ficción, lograr esa meta.