Image: En memoria de Pablo Palazuelo

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Arte

En memoria de Pablo Palazuelo

Una actitud, una manera de mirar

11 octubre, 2007 02:00

Foto: José Manuel Navia

Los dos dibujos con los que está representado Pablo Palazuelo en la exposición Aún aprendo. últimas obras de Tiziano a Tàpies (Museo Esteban Vicente, Segovia), en la que se reúnen obras tardías de artistas veteranos, reflejan perfectamente el pulso de su proyecto: a un intenso proceso de síntesis, de búsqueda de la estructura interna de las cosas, une la presencia esencial de claves como la energía y el ritmo, que le permiten conjugar el orden y el misterio con una asombrosa naturalidad. Ante la manera como evoca la idea del movimiento en uno de ellos, Onda I, resulta fácil entender por qué algunos le sitúan cerca del arte cinético, o se atreven a buscar un más arriesgado diálogo con Duchamp.

Palazuelo es un artista peculiar. Respetado y admirado por colegas de la talla de Chillida, Antonio López, Tàpies o Gordillo, que alaban su honestidad artística y vital, su entrega, y la manera de defender el lugar de su obra, a la que reconocen una excelente calidad y una importancia central en el desarrollo del arte europeo de las últimas décadas; pasa casi en silencio, sin el sonido de extraños tambores y sonoras broncas que acompañan a otros, fiel a su obra y a una relación mínima de intermediarios (inusual y significativa resulta su fidelidad hacia tres galerías: la parisina Maeght, y las madrileñas Theo y Soledad Lorenzo).

A veces, cuando hablaba sobre arte, el pensamiento parecía escapar, envuelto en referencias a la filosofía, a la música, a las matemáticas; sin embargo, cuando comentaba lo cotidiano, sus ideas podían aplicarse al arte. Una paradoja sólo aparente, que explica la posición atípica que vivió durante décadas: alejado de efectismos, solitario convencido, trabajador incansable. No necesitó medirse con lo último, y es posible que aspirase a mirar hacia lo previo. Recuerdo la célebre entrevista de José-Miguel Ullán a un Sempere iluminado, que confesaba su sofoco al comparar deseo y realidad, su obra frente a la historia. Ante el elogio ajeno, Palazuelo parecía quitar importancia al trabajo propio. "No soy un creador, sino un buscador", repetía, como paso previo a una confesión turbadora: sus formas estaban en la naturaleza.

Media docena de datos sitúan su biografía: nace en Madrid, en 1916; estudia en Oxford, donde en 1933 conoce a Max Bill; pero es en 1947 cuando se produce el descubrimiento/deslumbramiento ante Klee y la certeza de que la geometría está en la naturaleza. Viaja en 1948 a París, donde conoce a Chillida y Sempere, pero también a los artistas europeos de generaciones anteriores, y se implica en el debate estético del momento. En 1952 obtiene el prestigioso Premio Kandinsky. Cuando regresa a España, en 1968, cuenta con un amplio reconocimiento exterior, pero se mantiene ajeno a modas, encerrado en la soledad de un proyecto férreo y riguroso. Pintores y poetas son los primeros en reclamar su lugar, mientras el reconocimiento oficial, aunque muy tardío, es rotundo.

Coetáneo de los expresionistas abstractos americanos, en vez del gesto elige la búsqueda del orden interno de las cosas, esa geometría casi imperceptible que las arma y sostiene. La suya es una geometría cálida, de líneas que evocan ritmos, vida, que no cierran motivos, que señalan zonas de límite o contacto, que vibran sobre fondos planos de color. Desde el convencimiento de que las formas definidas, la geometría, el orden, están en la naturaleza, como si su proyecto fuese una manera de mirar, y las obras el resultado de esa visión. El rigor al que llevó su empeño justifica que las generaciones más jóvenes le vean más como punto de reflexión teórica que como punto de arranque formal. En ese sentido, su obra tiene mucho de isla habitada, y a esa imagen contribuye el que no le gustase hablar de series sino de familias: persigue la relación, la complicidad, el diálogo entre ellas, nunca la insistencia en retomar un problema.

Artista de una cultura amplísima, era en extremo preciso con la palabra (basta acercarse a las conversaciones mantenidas con Kevin Power, reunidas en Geometría y visión, o a las escasas entrevistas concedidas, en las que adoptaba siempre una generosa actitud de proximidad cómplice, siguiendo el discurso de su interlocutor). Autor de algunos textos memorables (algo tardíos, lo que le permite escribir sin titubeos, repasando algunas certezas), tiene una relación especial con el papel. No sólo marca el ritmo de sus investigaciones, sino que anticipa lo que, sobre tela o desde las tres dimensiones, se transforma en fascinación rotunda. El papel como lugar de debate; el lienzo como espacio de las imágenes; lo tridimensional como boceto de un posible espacio habitado, o un último homenaje, dada su condición de formas en expansión.

Con su obra sentimos próximas, incluso sencillas, las complejas geometrías que podemos descifrar en cada cuadro. Nos evita la búsqueda previa, los caminos intermedios, un proceso que se entiende complejo y difícil, siempre al límite de caer en el rigor de las fórmulas. Palazuelo lo evita con giros mínimos, sutiles, tras los que abre nuevos campos, pues juega con la percepción, respetando el lugar del misterio.

En los últimos años, en el arte español se reivindica a solitarios como Oteiza o Palazuelo, lo que indica hasta qué punto es posible (y recomendable) dar la vuelta a las visiones aparentemente estables por reiteradas. En Palazuelo todo es pulcro, preciso, salvo lo accidental: como la edad a la que nos deja.