La primera obra de arte americano que el barón Hans Heinrich Thyssen-Bornemisza compró fue un Pollock. Sucedió en los 70, una época en la que los negocios le llevaron varias veces a Estados Unidos en unos viajes que le ofrecerían también la oportunidad de conocer a los grandes coleccionistas de arte moderno. Pero hay un momento clave: 1976, el año en el que se cumple el bicentenario de Estados Unidos y se celebran varias exposiciones. El barón va a ver una muestra dedicada al tema del paraíso en el MoMA y conoce a Barbara Novac, la especialista en arte americano del siglo XIX que le introduce de lleno en su mundo.
“El barón hizo una colección a la inversa, empieza con obras del siglo XX y luego se acerca al siglo XIX”, apunta Paloma Alarcó, comisaria junto a Alba Campo Rosillo de la exposición Arte americano en la colección Thyssen, que reúne 140 obras procedentes de los fondos familiares (la colección Carmen Thyssen y préstamos de la familia) y del propio museo. El arte estadounidense pronto se convirtió en una de las grandes pasiones de Hans Heinrich y a lo largo de tres décadas consiguió reunir el mejor conjunto que se puede ver en Europa.
Dividida en cuatro secciones, la exposición que puede verse hasta el próximo 26 de junio en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza de Madrid trata de reinstalar la colección atendiendo no a una visión cronológica y estilística sino de manera temática y transversal. “La colección llevaba 25 años muy estática y a lo mejor ha llegado el momento de revolverla un poco”, afirma Alarcó. “Hemos querido mostrar lo que creemos que es interesante y continuo en el arte americano así que hemos elegido tres temas básicos, los tres que mejor definen el arte de Estados Unidos: la naturaleza, el cruce de culturas y la cultura material”. En todos estos temas se ve una continuidad, un espíritu común que atraviesa el siglo XIX y el XX aunque hay determinados aspectos que están ya presentes en el siglo XVIII.
Lo sublime, germen de la nación
El recorrido arranca con una sección dedicada al paisaje, tema central en la pintura del país y “germen de la creación de la nación americana”, comenta Alarcó. Tras la independencia de los Estados Unidos en 1776 los artistas empezaron a ser conscientes de la grandeza de la tierra y fueron muchos los pintores europeos que se sintieron atraídos por su exuberancia. “Hemos añadido una cuña sobre cómo estos artistas llegaron a un país virgen y exuberante pero que estaba siendo colonizado”, recuerda la comisaria. Y los pintores, que no eran ajenos a su realidad, fueron conscientes de ello.
En este apartado subyace la idea de lo sublime en obras de artistas como Thomas Cole, Frederic Church o Georges Inn que cuelgan junto a un Rothko y muestran cómo la naturaleza se convirtió en fuente de espiritualidad. Las primeras salas también dejan patente que algunas ideas, como la alegoría de la cruz, forman parte de las pinturas de Ossorio o De Kooning mientras que Georgia O’Keeffe recuperó la idea del pasado místico del paisaje. “Cada vez que se mueven las obras del museo se plantean nuevos interrogantes y se descubren nuevas obras”, añade Alarcó.
Un coleccionista en busca de una historia
“Hans Heinrich actuaba como un director de museo. Quería que su colección fuera pública y, por eso, al margen de comprar lo que le gustaba iba buscando hacer una narración completa”. Este es uno de los motivos por los que compró tres grandes acuarelas de Charles Burchfield en un momento en el que nadie se fijaba en él. Sin embargo, su “obra está siendo ahora reivindicada, el barón fue una suerte de visionario”, añade Alarcó.
Antes de abandonar el capítulo dedicado al paisaje, una serie de obras estudian el impacto que ha tenido el ser humano sobre la naturaleza. Algunas son escenas de caza y pesca mientras que en otras observamos la lucha del ser humano contra ella. “Ahora hay una corriente ecocrítica que ve el paisaje americano como precursor de la conciencia medioambiental”, afirma la comisaria. De hecho, algunos creadores dieron “la espalda a la industria y a la ciudad y representaron el paisaje natural como querían que siguiera siendo, se opusieron al deterioro”. Otros se interesaron por la vida campesina o por escenas de puertos marítimos como John William Hill o Francis A. Silva, o por la confrontación del hombre con las fuerzas de la naturaleza como se ve en La señal de peligro (1980), de Winslow Homer.
Múltiples culturas y naciones
El objetivo de esta exposición temporal es mostrar la historia de manera más transversal para que el visitante salga con una idea de la multiplicidad de Estados Unidos. “Es imposible definirlo si no se hace a través de pequeñas píldoras que forman un mosaico”, comenta Alarcó. Y esa cara múltiple se entiende en la sección dedicada al cruce de culturas que han convivido a lo largo de los años en Estados Unidos.
Desde mediados del XVIII y hasta el siglo XX, muchas obras presentan la tierra como escenario de la asimilación colonial y ensalzan la presencia euroamericana frente a la indígena o la afroamericana. Escenas de indios como las de Charles Willson Peale, Charles Wiman y Joseph Henry Sharp son buen ejemplo de cómo se trató de domesticar las tierras salvajes. Otros, por el contrario, fijaron su atención en la expansión territorial con la que Estados Unidos buscaba liderar el continente. Muestra de ello son escenas como las de las cataratas de San Antonio empezando a ser ocupadas o los paisajes latinoamericanos de Church, Bierstadt o Heade que representan el descubrimiento de lugares exóticos a través de expediciones comerciales.
Desde la alianza hasta el conflicto
La exposición no se olvida de representar cómo se forja una cultura de culturas en la que comunidades diversas interactuaban desde la alianza hasta el conflicto. Algunas obras nos presentan a comunidades de esclavos, asiáticos y afroamericanos pero también a la clase obrera. Aquí se reúnen algunos grabados de poblaciones indígenas de Karl Bodmer, retratos de colonos que posaron para John Singleton Copley o a la alta sociedad de John Singer Sargent. Todo esto, apunta Alarcó, está visto desde una visión europea. “A través del cine y la literatura Europa ha tenido una visión mítica e idealizada que en ocasiones no ha sido la verdadera. Por eso, hemos hecho un esfuerzo para que se pueda ver esa diversidad cultural, racial y de naciones”, asegura la comisaria.
El recorrido continúa por una sección que se convierte en el retrato de una cultura norteamericana moderna y urbana. En ella abundan los retratos psicológicos íntimos y un paisaje urbano en el que la vida se automatiza, el arte se fascina con el progreso y el ocio urbano busca la creación de parques para huir del ruido y la contaminación al tiempo que celebra el cruce de culturas a ritmo de jazz.
La exposición, que se puede ver hasta el próximo 26 de junio, concluye con un capítulo dedicado a la cultura material y mira los artefactos, los bienes de producción y consumo humano. Aquí, aparece el bodegón tanto en términos estrictos como su otra cara, la que lamenta el paso del tiempo y la finitud de la vida y que se ve en imágenes de galletas mordidas y cerillas extintas. En esta última sala, apunta Alarcó, “las naturalezas muertas muestran sintonía entre los primeros hiperrealistas y los bodegonistas dedicados a los objetos de la vida pero también enlaza con corrientes más surrealistas o con los artistas pop, que recuperan los objetos de la vida para el arte”.
En definitiva, un recorrido desde el paisajismo hasta el pop de Roy Lichtenstein que nos lleva a entender un poco mejor la complejidad americana.