La perfección inalcanzable de James Lee Byars, un exhibicionista en el Palacio de Velázquez
Una docena de grandes e importantes esculturas y algunas obras sobre papel conforman la exposición del artista americano en el parque del Retiro.
1 junio, 2024 01:20Vayan al Palacio de Velázquez en horas de poca afluencia: el silencio es imperioso en el encuentro con James Lee Byars (Detroit, 1932 - El Cairo, 1997). El montaje de una docena de grandes e importantes esculturas y algunas obras sobre papel tiene un aire sacral y definitivo, aunque al artista, que solía exigir muros pintados de rojo, oro o negro, quizá no le habría entusiasmado.
La exposición es una variante de la organizada el año pasado por HangarBicocca (Milán), donde carecía del riguroso orden espacial y la simetría que confieren “perfecta” monumentalidad a esta.
Nos enfrenta principalmente a la producción escultórica de Byars, dominante solo en sus últimos doce años de vida, si bien hace un resumen de las décadas anteriores, cuando defendió a ultranza la inmaterialidad y la cualidad efímera de la experiencia artística, manejando no obstante objetos y vestimentas “performables”.
Hay quienes reprueban que el mercado haya empujado el foco hacia estas obras corpóreas y más vendibles a expensas de su trayectoria radical en un accionismo que tenía a “la pregunta” como eje programático pero sería muy injusto infravalorar esta última etapa en la que quiso materializar la persecución de la inalcanzable “perfección” en instalaciones y esculturas que se nos presentan como imponentes enigmas y no pierden por tanto aquel propósito cuestionador.
“A mi muerte, anulo todas mis obras”, sentenció en 1978, cuando su trabajo era aún sobre todo performativo. Era consecuente, pues su propia presencia era el componente esencial de las mismas, y lo siguió siendo, en otra medida, cuando empezó a crear “ambientes” y esculturas: solía permanecer, cuando era posible, en los lugares de exposición, inmóvil o actuando como silencioso anfitrión.
Exhibicionista, con maneras de mago o de sacerdote, bipolar, bebedor, intransigente y hasta absurdo en sus exigencias artísticas, era visto por muchos como un histrión. Pero los que le conocieron bien no dudaron nunca de la seriedad de sus metas y de sus procederes.
Hay en él contradicciones que no tenemos por qué intentar resolver. A pesar de su énfasis en la ritualidad o el vacío, se preocupó por tener buenas relaciones con galeristas, comisarios y directores de museos, a los que dirigió buena parte de sus elaboradas cartas –se exponen algunas–, obras de arte en sí mismas, y por ganarse el apoyo de mecenas.
En Estados Unidos nunca obtuvo, en vida, el reconocimiento que se le dio en Europa. A España llegó algo tarde. Expuso en 1992 en La Máquina Española –recibió a los asistentes a la inauguración con su mítico traje dorado– y ese mismo año, en paralelo a la Expo de Sevilla, participó en el programa de intervenciones artísticas Plus Ultra con una gran esfera dorada en el Palacio de los Córdova, en Granada, que donó a la ciudad y que fue destruida dos años después (¡vergüenza!), conservándose solo el fragmento ahora expuesto, rescatado por el artista Miguel Benlloch.
Kevin Power comisarió su exposición en el IVAM –fueron solo cinco obras, con poderosa escenografía, y casi todas repiten aquí– cuando lo dirigía Vicente Todolí, que lo llevó también a la Fundación Serralves en Oporto.
El Museo Reina Sofía tiene una escultura suya, que no se ha incluido en la muestra y no se expone desde hace mucho en salas, y hay otras en el MACBA, el IVAM, la Colección “la Caixa” y el Museo Helga de Alvear.
Fue un artista de su tiempo, peripatético, que respiró los aires del zen, el arte conceptual o el minimalismo pero que no se integró en ningún movimiento, que reverenció ciertas tradiciones, en especial japonesas, y que reeditó la alquimia del oro.
El suyo es un universo de formas puras, con predilección por la esfera, abundante en la exposición, que acoge objetos cargados de historia cultural como un diente de narval o mobiliario antiguo; no pocas de sus piezas son funerarias –la muerte fue uno de sus grandes temas– pero casi siempre son luminosas.
Los materiales más frágiles, papel o vidrio, conviven con los más perdurables, mármol o el basalto. La celebración de las palabras, a veces ininteligibles, se acompaña de la desconfianza hacia las imágenes.
Podía ser locuaz pero adoraba las abreviaturas: 5PMAM (cinco puntos hacen un hombre), repetía en referencia al “hombre de Vitrubio”. Murió en un hotel frente a las pirámides de Guiza, lanzaderas de piedra hacia las estrellas, cuestionado hasta su último día por la gran Esfinge.