El arquitecto Antonio Palacios, junto a una vista del Círculo de Bellas Artes, una de sus obras más icónicas.

El arquitecto Antonio Palacios, junto a una vista del Círculo de Bellas Artes, una de sus obras más icónicas.

Arte

Antonio Palacios, el coloso de Madrid: 150 años de un arquitecto tan ambicioso como incomprendido

Fue el autor de edificios emblemáticos como el Círculo de Bellas Artes y el Palacio de Comunicaciones, donde a inicios de 2025 se le rendirá homenaje con una exposición.

15 septiembre, 2024 01:58
Inmaculada Maluenda Enrique Encabo

Hay algo fascinante en las arquitecturas indecisas que puntúan los inicios del siglo XX. Demasiado antiguas para ser modernas y demasiado modernas para ser antiguas, dejan mudo al crítico y gustan al lego por lo mismo: un talento anárquico y a la vez conservador, antes ingenioso que obediente.

Antonio Juan Luciano Palacios Ramilo, sesquicentenario en este 2024, fue uno de esos artistas sin brújula capaces de parar el tiempo. Nacido en O Porriño (Pontevedra) en 1874, se egresó con el siglo en Madrid, ciudad en la que trabajó –aunque no sólo– hasta su muerte en 1945.

Si la capital no tiene relato, como suele decirse a menudo, bien puede presumir de hitos, debidos, en gran medida, al quehacer de este arquitecto tan ambicioso como incomprendido.

Quizá porque en España es imposible escapar a la tensión Madrid-Barcelona, suele emparejarse a Palacios con su admirado Gaudí. Siendo sus tiempos muy distintos –22 años mayor el segundo– y sus arquitecturas más aún, resulta un mano a mano socorrido en tanto ambas carreras prosperaron al común rebufo de la oportunidad.

En el lugar adecuado y en el momento justo, Gaudí fue intérprete de los anhelos de la burguesía catalana, mientras que el Madrid de Palacios, más institucional, brotó de la urgencia por adecuar su centro a las aspiraciones de una capital europea.

Vista de la Plaza de Cibeles con el Palacio de Comunicaciones al fondo. Revista Mundo Gráfico, 1935. Biblioteca Nacional de España

Vista de la Plaza de Cibeles con el Palacio de Comunicaciones al fondo. Revista Mundo Gráfico, 1935. Biblioteca Nacional de España null

Así, su trayectoria puede leerse en paralelo al avance de la Gran Vía, en la que Palacios fue plantando edificios a medida que sajaba la vetusta almendra central. Nuestro hombre empezó a lo grande o, más bien, a lo grandioso.

En sociedad con Joaquín Otamendi, compañero de estudios, se alzó en diciembre de 1904 con el concurso del Palacio de Comunicaciones de Cibeles, Nuestra Señora de las Comunicaciones para el pueblo.

No hay una sola pista que indique la existencia de Le Corbusier o de Mies van der Rohe en el mundo de Palacios. Le resultaban indiferentes porque caminaba a su propio ritmo

Un mote, a veces, es la antesala del cariño, así que hemos terminado por acostumbrarnos y convertir en nuestro ayuntamiento a este edificio que de normal no tiene nada: ni en su colosal escala urbana; ni en su fachada que, como dijo Chueca Goitia, es una “membrana pulsante”; ni en su interior de terma romana con pasarelas de hierro roblonado. Vagamente clásico, el eclecticismo de Palacios se proclamaba muy español, pero recordaba sospechosamente a la Secession vienesa.

El arquitecto relató alguna vez cómo tuvo que decidirse entre Ingeniería y Arquitectura a cara o cruz, y lo cierto es que la nostalgia de esa separación se atisba en un currículum que endulza la innovación constructiva con la amabilidad de la historia.

Vista del hall central del Palacio de Comunicaciones, en torno al cual se agrupaban los principales servicios: correos, telégrafos y teléfonos. Foto: Heliotipia Artística Española, 1919

Vista del hall central del Palacio de Comunicaciones, en torno al cual se agrupaban los principales servicios: correos, telégrafos y teléfonos. Foto: Heliotipia Artística Española, 1919 null

El metal y la piedra se enhebrarían en las siguientes colaboraciones con Otamendi, como el panóptico del Hospital de Jornaleros de Maudes (1908-1916) o el Banco del Río de la Plata, actual Instituto Cervantes (1910-1918), otro atrio desmesurado hecho edificio; y ya en solitario, en la fachada de su edificio comercial de la calle Cedaceros (1913-1914), y es que las ambiciones de Palacios no se agotaban en lo singular.

Tal raigambre técnica se manifestó más y mejor en sus proyectos industriales. La planta de embotellado del balneario de Mondariz (1908-1910, también con Otamendi) o la Central hidroeléctrica de Mengibar (1913-1916) fueron preludios de la que, de 1917 en adelante, sería la infraestructura magna de Palacios: el naciente Metro de Madrid, en el que colaboró con el ingeniero Miguel Otamendi, hermano de su socio.

El subterráneo de Palacios era un edificio por otros medios, con sus bóvedas de cerámica y su particular querencia decorativa. Un siglo después, su huella pervive en esos detalles fragmentarios o, incólume, en la estación-museo de Chamberí y en las naves de motores de Pacífico, Quevedo o Salamanca.

Otras de sus intervenciones, como las cocheras de Ventas y las de Cuatro Caminos (de discutida autoría), se han destruido sin miramientos, como también sus templetes de acceso a las estaciones de Sol y a la de Gran Vía, reconstruida hace unos años con cierto tufillo a zombi.

Como dijera su coetáneo Azorín, “no hay verdadera y fecunda continuación sin que algo sea renovado”, un aserto de la generación del 98 que Palacios aplicó con diligencia. En ninguno de sus proyectos es más evidente que en el Círculo de Bellas Artes de la calle Alcalá. Pese a hacerse en 1920 con el encargo de manera irregular, dizque fraudulenta –le descalificaron en el concurso–, el resultado, inaugurado en 1926, estuvo a la altura en todos los sentidos de la palabra.

Con la tradición cumple un tanto de aquella manera su exterior pródigo en contrastes, con arcos, órdenes gigantes y hasta una ridícula columna en esquina, mientras que el interior acoge un ingenioso rompecabezas vertical en el que los usos pugnan para encontrar su sitio.

En este “amago de rascacielos, el primero de Madrid”, como lo definió Iñaki Ábalos, cada descansillo franquea una entrada a lo insospechado: una piscina (desaparecida) en el sótano, un teatro en el segundo piso, una biblioteca en el cuarto y arriba, la torre de los estudios a la que acompaña la Palas Atenea de Vasallo, auténtica centinela de nuestra metrópoli.

Además de trabajar fuera de la capital –como en el ayuntamiento encastillado de O Porriño (1924)– Palacios siguió ascendiendo por la Gran Vía con obras como la Casa comercial Matesanz (1919-23) o el hotel Avenida, hasta desembarcar en Callao con el hotel Florida (1924), hoy desaparecido, aunque no por completo: el arquitecto Álvaro Bonet localizó sus barandillas, procedentes de la demolición, en los balcones de un hostal de Malasaña. Con todo, su mejor época había quedado atrás, y hasta cabe calificar de disparates sus ensoñaciones para Madrid en los años de la Guerra Civil, caso de la gigantesca pasarela que uniría la Plaza de España con la Casa de Campo. Quedaron justificadamente en el papel.

Tanto da. Los trabajos que Palacios sí hizo han soportado el paso del tiempo y hasta el de los propietarios: Correos mudó a consistorio, Maudes a oficinas y sus instituciones financieras, a culturales. La última, el Banco Mercantil e Industrial, es la actual sala de exposiciones Alcalá 31. Terminada en 1943, no hay una sola pista bajo su arco que indique la existencia de Le Corbusier o de Mies van der Rohe en el mundo de Palacios. Le resultaban indiferentes porque caminaba a su propio ritmo. Ni heterodoxo, ni gregario: un coloso atemporal.