Héctor Zamora, armonía y destrucción en su primera exposición en una galería madrileña
- La exposición, entre la inutilidad y la estética, se articula a través de diferentes trabajos en barro y provoca reacciones enfrentadas.
- Más información: Nacho Martín Silva, un paraíso de pinturas de lujuriante y ordenada vegetación
Una sala llena de vasijas. Algunas rotas, la mayoría amontonadas. Por el suelo, restos de pigmentos amarillentos y rojizos que, mezclados por el trasiego de las visitas, forman un polvillo anaranjado.
Es el resultado de Emergencia, la acción con la que Héctor Zamora (Ciudad de México, 1974) inaugura la temporada de la galería Albarrán Bourdais. La performance, cuya grabación editada puede verse proyectada en una de las paredes de la galería, fue interpretada por una treintena de jóvenes que se lanzaron los recipientes con bastante bulla y griterío.
En el trasiego, alguno de los contenedores se descalabraba, deshaciéndose en pedazos y desparramando su colorido contenido. El movimiento es estéril: salen por una ventana, entran por la contigua; pasan de un montón al montón de al lado y, de nuevo, al montón original. Si no fuera por el feliz alboroto de los eslabones de la cadena humana, parecería un homenaje al castigo de Sísifo.
En el texto que acompaña a la exposición se habla de los comportamientos armoniosos con los que una colectividad puede enfrentarse a un problema común y de la desvinculación, con pretensiones políticas, de la acción de su dimensión productiva.
Leyéndolo, recordé aquel capítulo de La distinción en el que Pierre Bourdieu explica cómo los aristócratas inventaron el deporte moderno: tomando los juegos populares, despojándolos de su contexto social y su dimensión comunitaria y transformándolos en un mero entretenimiento para la clase ociosa.
Diría que resulta problemático a estas alturas de la historia, armar una performance sobre las bondades de esa inutilidad (desperdiciar el esfuerzo es, en sentido estricto, un lujo) y querer hacerla pasar por un acto contestatario que se escenifica en las mismísimas entrañas del mercado del arte: el cubo blanco de una galería del centro de Madrid. Más, cuando la ejecutan, para más inri, voluntarios y jóvenes pertenecientes a una ONG.
La exposición incluye otros tres cuerpos de obra. L’oeuf de vie es una instalación hecha con ladrillos huecos que remeda la forma de unas flores y que dice estar inspirada en las “geometrías sagradas”.
Resulta problemático a estas alturas armar una performance sobre las bondades de la inutilidad
Kaminrot (brique à bancher-acrotère) también está creada con materiales de construcción, que en este caso parecen armar un alfabeto mediante permutaciones de un bloque de terracota de dos vanos, al cual se le recortan secciones añadiendo un fondo de color.
La pieza fue inspirada por la retrospectiva que el MoMA de Nueva York dedicó a Donald Judd a finales de 2020. Para terminar, la última sala acoge un conjunto de esculturas ensambladas en estructuras metálicas cóncavas recubiertas de azulejos esmaltados en rojo, que aluden a las poses en “paraboloide hiperbólico” que adopta la mantarraya.
Lamentablemente, estas solemnes referencias no les permiten sobreponerse a su pobreza plástica. En el mejor de los casos, no pasan de lo decorativo: un refrito de lenguajes mejor explorados en décadas recientes por algunos de los artistas del siglo XX. En el peor, nos proponen algo más siniestro: el mercadeo con propósitos nobles y conceptos grandilocuentes cogidos por los pelos.