Joan Hernández Pijuan, el pintor de la tensión y el misterio que construye el universo
- La exposición en el Museo Patio Herreriano de Valladolid recorre lo más granado de este fantástico pintor minimalista.
- Más información: Lara Almarcegui, artista: "El subsuelo de nuestras ciudades da pavor. Esconde capas de poder e intrigas"
Es todo un acontecimiento. La exposición Llaurats, con un conjunto de obras, datadas desde finales de los años 80 hasta 2005, de Joan Hernández Pijuan (Barcelona, 1931-2005), vuelve a situar nuestra atención en una de las figuras artísticas más relevantes de la contemporaneidad y con una muy importante proyección internacional.
Se trata de un artista que tuvo también un largo recorrido como profesor de Bellas Artes, lo que le mantuvo en todo momento abierto al diálogo con el pensamiento y las diversas prácticas artísticas.
En la muestra se han reunido un conjunto excelente de pinturas, grabados y una serie de obras sobre papel dispuestas en mesas cubiertas con cristal. La elección de sus últimos años nos lleva a una síntesis de lo que fue su búsqueda persistente de fijar el núcleo de la pintura en el conocimiento.
En el texto que presentó para su tesis doctoral acompañando a sus obras en 1988 y que se recogió después en el catálogo de su exposición en el Reina Sofía en 1993, escribe: “La práctica de la pintura es una forma de conocimiento y no tanto de comunicación como generalmente se afirma; es una forma de aprendizaje continuo en el que la duda está presente”.
Desde sus inicios expresionistas y con fuerte carga existencial en los años 50, Pijuan fue conduciendo su obra hacia un proceso de despojamiento, de eliminación de todo lo accesorio. Guardando en todo momento como elementos centrales los dos ejes que consideraba decisivos en el arte: misterio y tensión.
Eso sí, en su obra el despojamiento es resultado de una dialéctica de enriquecimiento, que avanza como una espiral. “En el recorrido de mis cosas hay un proceso de eliminación, al que sucede otro de carga o acumulación, para después volver a ir eliminando. Hay como un rozar el límite de lo vacío, para luego volver a esas acumulaciones”, explica el artista.
Según se nos indica, el título elegido para la muestra, Llaurats (Labrados), tiene una doble acepción: alude al modo en que se constituyen las imágenes y a la forma de estar en el espacio, que supone dar forma pictórica a lo que brota de la tierra, de los espacios naturales donde él fue viviendo y desplazándose. El espacio, en su dimensión externa e interna. Al ir recorriendo las salas vas sintiendo en pinturas, dibujos y grabados los ecos y reflejos de un viaje desde la vida interior a la tierra natural de la que formamos parte.
En una entrevista de María de Corral en el catálogo de una muestra, el color blanco, las delimitaciones y cierres se sitúan como ejes de su pintura en los años noventa. Y matiza: “En cuanto a los surcos, los caminos o algunos otros de mis ‘temas’ habituales no son más que la transposición de mis andares”.
En esa misma entrevista, a la pregunta “¿Qué es la pintura hoy en día?” responde: “Vaya… tema difícil, pero te digo que ahí está, que seguirá estando y seguirá habiendo buena pintura. Es un lenguaje, y como tal, perfectamente válido.
Magnífica exposición en la que se aprecia el papel decisivo que Pijuan daba a la línea como flujo plástico y límite del vacío
Quizás lo que ocurra es que con demasiada frecuencia se confunde la pintura con la imagen. Y siendo la pintura una imagen, como es, no debe confundirse con lo que hoy entendemos por imagen. La pintura no es reproducible y es táctil, tiene la necesidad de ser vista desde sí misma, y en ella será siempre más importante que lo que quiere decir, el cómo se dice. Será más importante el cómo que la idea. Une lo manual con lo intelectual, y eso ha creado siempre pensamiento”.
La mirada erguida, atenta, es el soporte que da cauce al trabajo artístico de Pijuan: una capacidad para ver en síntesis, para descubrir la línea de fuerza que constituye el universo, resuelto en un trazo magistral como una simple flor o un paisaje esencial. Una simple flor. Nada menos.
Como campo de resonancia de todos los registros de la vida y de la memoria. Una flor, una hoja, o un árbol: el espejo no ya de la naturaleza, sino del cosmos en su totalidad. Formalmente, lo que caracteriza su obra es el dibujo que fluye dentro del óleo y los esmaltes, haciendo así brotar la levedad desde la pastosidad y las texturas, una manera de introducir una distancia “de lo que sería solamente imagen y de ese sentido literal que vertebra la realidad más inmediata”. En definitiva, la cuestión es dar consistencia mental a la pintura.
Junto a la flor, la hoja, el árbol, aparecen también las nubes y las montañas: el paisaje, llevado a su definición esencial delimitado por la línea, hasta llegar al paisaje desnudo, al vacío cromático, que, claro, no es vacío sino espiritualidad pura de los últimos años.
Como contrapunto al paisaje, como signo o huella de la humanidad, la casa, reducida a línea pura sobre la reverberación del color. Pero también lo que llamaría caligrafías virtuales: la línea, que crece por sí misma, en círculos, ondas, diagonales, hasta convertirse en celosía o malla.
Y quizás este sea precisamente el secreto de este maravilloso artista, que confesaba amar “la pintura pintada”: el papel decisivo que daba a la línea, como flujo plástico y como elemento de delimitación del espacio sensible, hasta la depuración definitiva de los últimos años en los que la línea, surco en las texturas, establece el encuadramiento dentro del cuadro hasta fijar el límite del vacío. Algo que podemos apreciar intensamente en esta magnífica exposición.